20 de septiembre de 2015

Mi libro favorito no es "La torre de los alquimistas"

Me llevo Alamut, de Vladimir Bartol, en la maleta sin que nadie lo sepa. Solo aquellos que estén leyendo estas líneas saben que me acabo de guardar ese libro, como si escondiera un gran tesoro, entre mi ropa y mi neceser. No quiero que nadie lo vea, y sin embargo quiero que todo el mundo sepa lo que significa esa historia para mí. Lo que de verdad quieren decir las páginas de Alamut cada vez que las leo. Me encantaría que todo el mundo supiera en qué se convirtió Avani para mí, cuando allá por octubre de 2011 terminé de leer la novela, en Granada, y sentí que no la había entendido. Pero me había enamorado perdidamente de ella. Sabía que guardaba muchos secretos que esperaban a ser desvelados por el tiempo. Que la edad y la experiencia harían que yo comprendiese mucho mejor todas y cada una de las cosas que suceden en la novela. 

Siempre he dicho que mi libro favorito era La torre de los alquimistas de Peter G. Barschart, pero creo que en realidad no podría elegir uno solo. Sucede lo mismo que con las canciones. Cada una representa un momento, un estado de ánimo e incluso un estado mental, unas circunstancias concretas que volvieron esa novela o esa canción especial e importante. No pueden pedirte que escojas tu canción favorita, o sí. Por lo menos, conmigo sería difícil, muy complicado. Sucede lo mismo con los libros. Yo escogí el de Barschart porque representó en mi vida el gran cambio, el pasar a leer "literatura de adultos", y a no entender un carajo, porque con once años qué demonios iba a entender una de lo que pasaba en La torre de los alquimistas. Yo llegué al final y se me desveló el misterio, pero me hicieron falta otras muchas lecturas para llegar a comprender a Edgar, a Adriane, incluso a la gilipollas de Suzanne. Sí, esa novela siempre será especial. 
Sin embargo, ahora que he tenido Alamut en las manos, se ha tambaleado mi seguridad en cuanto a cuál es mi libro favorito, y eso para mí es que se remueva algo tan básico como qué pasta de dientes prefiero, o a qué lado de las personas camino cuando voy por la calle. Los libros son parte fundamental de mi vida, las historias que cuentan, lo que me hacen vivir. No es, para nada, una cuestión baladí. Mi novela favorita es La torre de los alquimistas, me repito. Entonces miro de reojo la maleta y veo el color amarillo de mi edición de Salvat del libro de Bartol y me da un escalofrío. ¿Y si no lo es? 

He leído La torre de los alquimistas unas tres veces. Alamut, sin embargo, no la he vuelto a tocar desde aquel octubre de 2011. He vivido de su recuerdo y saqué de él aquello que más me fascinó, que es el personaje de Avani. Creé en mi cabeza una imagen que, en realidad, guardaba bastante fidelidad al personaje de Bartol, y funcioné con él durante cuatro años sin volver a molestarme en leer su historia. En entender con los ojos un poco más viejos lo que pasaba en el Nido del Águila. Solo había una cosa que recordaba clara, o eso creía: Avani tiene una cicatriz en la cabeza, desde el lado derecho del cuello, subiendo por detrás hasta casi la coronilla. Eso lo sabía. De hecho, es otro de los motivos por los que lleva turbante. Pero mis devaneos literarios y algunas personas que se los leen me preguntaron sobre esa herida. ¿Quién se la había hecho? ¿Por qué? ¿Cómo? Y parpadeé muchas veces, incrédula. No me acordaba. Solo sabía, como mis lectores, que Avani había sufrido la droga y la secta de los Asesinos, que había sufrido al Viejo de la Montaña, y que su cuerpo y su alma guardaban muchas secuelas. Pero que había sobrevivido. Ahora, lo de la cabeza, ¿cómo había sido? No podía no recordarlo.
Por eso volví a coger el libro de Vladimir Bartol, porque estaba preparando otro episodio de las aventuras de Avani junto a al-Ahmar y necesitaba el nombre de alguien. De una mujer, esa única mujer que se había cortado las venas después de descubrir, junto a Avani, lo que en realidad estaba sucediendo en Alamût. Pero se habían amado como yo creo que pocas personas se amaron en las páginas de un libro. Regresé a sus páginas y me leí el final; un final que de todas maneras conocía, y encontré tantas cosas que lloré. Un par de lágrimas tontas, qué le voy a hacer. Ya digo que me emociono con las historias, más con esta. 
Avani ibn Tahir es iraní, es persa. Entre las páginas de Alamût encontré a Ferdowsi, a Rostam y a Sohrab. Descubrí que Avani tenía solo veinte años cuando salió del Nido del Águila, con más heridas bajo la piel que sobre ella. Me enteré de que cuando Ferdowsi acabó el Shah-nameh, Avani ni siquiera había nacido. Encontré a Hassan, al Viejo, y toda su filosofía. Lo que había realmente detrás de aquella secta de Asesinos, sobre los que tantísimo se ha escrito y tan falso, tan incoherente. Releí con velocidad algunas partes, me encontré con Djafar, Sulaimán y Yusuf, los amigos de Avani, aquellos que desgraciadamente no acabaron nada bien. Me encontré con Elburz, que es el monte Alborz, y con el castillo excavado en la roca que realmente era Alamut. Me encontré con los selyuquíes y los selyuquíes del Rûm, con la poesía de Omar Khayyam, con la medicina y los guerreros del desierto que me hicieron empezar a interesarme por los árabes y por Oriente. 

Hallé tantas cosas tan importantes para mí que me di cuenta de una verdad: La torre de los alquimistas no es mi libro favorito. No. Alamut, de Vladimir Bartol, es mi libro favorito. Casi diría que Avani es mi libro favorito, porque pude y puedo leer en él tantas cosas como, casi, en mí misma. Releyendo el final, el clímax que alcanza el personaje se me antojó exageradamente familiar. Me di cuenta de que Avani no solo tiene esa cicatriz en la cabeza, que se la hacen los propios fedayines de Alamût, sino que en Isfahán le dan una paliza que está a punto de matarlo. Que en Shiraz lo torturan y le destrozan la espalda. Que tiene una cicatriz horrible en la mano izquierda porque casi se la cortan por la mitad, para que nunca más pueda escribir; entonces se vuelve diestro, porque pierde movilidad en los dos últimos dedos izquierdos. Que le enseñan allí cómo colocarse un turbante en veinte segundos, y que le coge el gusto a despertarse con el sol y a bañarse con agua fría. Que Avani ya se sabía la mitad del Corán cuando entró al servicio del Viejo de la Montaña y que monta a caballo, tira con arco y maneja espada y lanza como el más hábil de los guerreros. Que le gusta la música y que en sus ratos libres escribe poesía. Que el primer verso que recita es: "si yo tuviera alas, como el pájaro deidad..."

En mi alma, ese pájaro es Simurgh. 

Avani es muy, muy parecido a mí. Yo soy muy parecida a Avani. O mi alma, aquel último secreto, aquella última esencia y la más importante, son Avani. Avani es persa y poeta, Avani vive en el Alborz, Avani es un guerrero y un poeta, un filósofo. Avani se ríe y hace bromas pesadas, llora y sufre por amor y amistad. Se plantea los mismos cimientos de su existencia y siente que está perdido muy a menudo, se recupera, nace de nuevo y nunca se rinde. Cuenta con sus amigos y busca, siempre, saber más, un poco más, una pequeña gota de esa fuente eterna del conocimiento. Nunca se conforma con lo que tiene en el momento, viaja y se mueve para explorar el mundo, monta a caballo y no se cae. Discute de libertad, que es su regalo más preciado, y solo la consigue después de sufrir tanto física como psicológicamente. A Avani nadie lo quiere al principio, Avani es un portento en los estudios. Cuando leo de Avani, es como leer de mí misma. Y quizá por eso lo quiera tanto, porque representa una de las últimas certezas de mi vida, y muchas otras verdades que ya han sido, que pasaron. 

No estoy segura, tendría que volver a leerlo, pero Avani puede perfectamente haberse leído el Shah-nameh. Y a mí eso me significa tanto, tantísimo...

Voy a tener que volver a leerte, ahora que soy un poquito más vieja y un poquito más sabia. Y probablemente lo entenderé casi todo, o por lo menos entenderé muchas más cosas que la primera vez. Se juntarán la experiencia y la Historia que ahora se supone que conozco mejor. Me beberé sus páginas y entenderé por qué es importante que la historia empiece con Halima y acabe con Hassan, y que Avani ocupe el grueso del medio para completar la tríada. Comprenderé, espero, mucho más que comprendí hace cuatro años. 

Entonces podré afirmar que Alamut es mi libro favorito. Porque ningún otro de todos los que he leído me ha entregado un regalo tan grande como es Avani. No es solo un personaje, un amigo imaginario que yo creo tener en la cabeza. Avani es un reflejo de gran parte de mi vida, que es Persia pero no sabe vivir sin al-Ándalus, porque no olvida que precisamente allí estuvo su inicio. Avani es una forma de pensar, Avani es el retrato entero de un alma que se parece a la mía. 


Llegaste bordando el aire, y en tu pelo un cuento de hadas. 
Pintaste en mí tu historia de ilusión. Compartimos los dos la misma almohada.
De pronto, todo en ti fue importante. Todo se convirtió en nada, hasta tu instante.
Y cada uno va a luchar, a marcharse por su lado.
Y a volar, que el amor no es nada más. 
Que vivir amando es vivir siempre imaginando. E imaginar es libertad.



Oh, Avani. Ojalá pueda algún día explicar, escribir, acertar a decir todo lo que eres realmente para mí. Absolutamente todo. 

19 de septiembre de 2015

Samezzano - EDIT

"Escúchame bien, espectro. No moriremos. Porque mientras haya una sola persona que nos recuerde, viviremos. Por siempre. ¡Y nos alzaremos... majestuosos... como el primer rayo de sol de la aurora!"
(Avani)

16 de septiembre de 2015

Bib

Hasta pronto, Zurich. Te veo en una semana.

So won't you save a little space for me?
I know there's uncertainty just below the shinning of your eyes.

15 de septiembre de 2015

El día largo

Hoy es uno de los días tal vez no "más" felices de mi vida, pero desde luego feliz es un rato. 

Gracias a Claudia por su paciencia; aunque ha sido dura en sus palabras y muy clara, no ha sido desagradable y además tenía razón. Gracias de verdad.

Gracias a Luis y a Vera por todo, por absolutamente todo. Por hablar conmigo y decirme que no pasaba nada, que todo iba a estar bien. Por manejar mi caso desde el principio hasta el final, sin perder la esperanza y ayudándome a entrar en el KHIS. Por presentar mi solicitud al Decanato y asegurar que era lo suficientemente buena como para formar parte del proyecto. Por interesarse por mi tesis y, en general, por mí. Por enseñarme el Kunst y sus edificios anexos. Y sobre todo por escoltarme hasta el IRO y salvarme de la ira de Kolly, además de reírse un rato conmigo.

Parece que Zurich tiene una nueva española que va a dar guerra durante unos cuantos años.

12 de septiembre de 2015

Transitions

Vamos a suponer que me da por interpretar las cosas que me pasan como una señal. Vamos a imaginarnos que volar sobre un mar de nubes ha dejado de ser para mí una metáfora para convertirse en una realidad, porque acabo de hacerlo hace unas horas. He volado por encima de unas nubes tan bellas que he tenido que sacarles foto, cual asiática recién llegada a Europa. Durante ese vuelo he encontrado a Sarah, una mujer de 27 años de enorme sonrisa, que ha conquistado mi corazón regalándome dos chocolatinas que nos regalaba la aerolínea. 
Quiero pensar en este acto de amor simpático como en una señal de que las cosas irán bien el lunes. Como también quiero interpretar que aunque me haya quedado pelada de francos suizos, nadie me va a robar nada porque estoy en una habitación con llave electrónica para mí sola (y con una cuestionable decoración y en un jodido quinto sin ascensor, pero eso es quejarse de vicio). 

Quiero que las cosas me salgan bien. Pero a veces no es todo cuestión de voluntad. 



Me acabo de comprar el disco Transitions de Will Robert y creo que es lo mejor que he hecho esta semana. Cosas que tienen que ver, y otras leyendas urbanas.

El helado de la reconciliación

En menos de tres días le he puesto el mundo del revés a prácticamente un 15% de las personas que conozco, porque la situación se había vuelto ridiculosuly dramatic en mi vida, y lo que quería hacer era consumirme en un montoncito de ceniza, darme la vuelta, echar a correr y volver a España a fuerza de piernas. Pero tuve que aguantar y quedarme, ¿cómo me iba a volver? Lo peor fue que todo pasó el primer día de pisar Florencia, se sobrevino un desastre que no estoy segura de haber esperado o no. El caso es que todo saltó por los aires, y hasta ayer por la noche no estuvo solucionado. Casi. Del todo. 
Vaya un follón. Vaya una historia. No voy a contar que aguanté como una valiente, porque le monté un espectáculo a la pobre A, compañera de habitación durante estos días. Me eché a llorar de puro nervio y puro disgusto, y eso me hace pensar que en la última semana he llorado a moco tendido más veces de lo que a mí me gustaría. El asunto es que gracias a mis hipidos me gusta pensar que hemos establecido una bonita conexión, A y yo. Lo agradezco, porque ella me encanta. Y me ha llevado a ver la Anunciación de Fra Angelico, eso tiene que significar algo. El asunto es que ha sido un apoyo increíble, y menos mal, porque la primera noche pensé que iba a estallarme la cabeza.
Afortunadamente, soy una persona que no tiene ningún derecho a protestar por nada de lo que ocurre en su vida. Nada en absoluto (igual un poco, déjenme). Porque tengo una familia que incluso en la distancia me envía lecciones y amor a partes iguales. Tengo unos amigos que han estado brindándome su apoyo incondicional aún estando a tropecientos kilómetros de mí. Y tengo una pareja con la que espero contar en muchas, muchísimas ocasiones más que se parezcan a esta.

Así que gracias por aguantar mi dramatismo. 
Ayer tuvo lugar una conversación. La conversación que puso absolutamente todas las cartas sobre la mesa. La que dejó claro hacia dónde apuntaría mi vida (y aún queda enfrentarse al lunes) a partir de ese momento. 

Y para cerrarlo todo de alguna manera, invité a A y F al helado de la reconciliación, en un sitio de Florencia donde, fíjese usted por dónde, también había estado la cantante Beyoncé.

La realidad supera a la ficción, abuela. 





Cosas que tienen que ver, estaba claro que yo no podía irme de esta ciudad sin té. 

9 de septiembre de 2015

Creo que ya he estado aquí

Voy echando de menos ese italiano que nunca he tenido y que me lleva salvando la vida unas cuantas horas. Sentada en un café junto a los muros de Santa Maria Novella (no la veo desde aquí, eso quisiera... esas cosas solo pasan en las películas), rodeada de personas más jóvenes que yo que beben café largo americano y sin azúcar, rodeada de guiris, y haciéndole fotos a mis botellas de té frío con mis gafas de sol enganchadas al cuello, como si me pareciese algo muy gracioso. 
Soy yo teniendo sentido del humor. Soy yo siendo tremendamente tonta. 


No sé qué va a pasar en unas pocas horas.
Lo que sé es que si alguna vez alguien me pregunta (porque si algo he aprendido recientemente es que tendré que esperar a ser preguntada), podré tirarme el triple gustosamente de decir que ciertas partes de El rey pastor se escribieron en Florencia.
Ríase, querido lector; esto no es algo que puedan afirmar muchos. 

7 de septiembre de 2015

Las cosas que yo no quise oír, pero escuché

En cierta ocasión (una de estas en las que el "cuándo" no es importante), salí de una fiesta con el pretexto de ir al baño y cuando caminaba por el pasillo me di cuenta de que iba a hacer una estupidez peliculera, que era echarme a llorar sentada en el retrete. Y a eso me dirigí. El lugar del que me había ido me transmitía sensaciones terribles de ser ignorada dentro de un grupo de ocho personas y de intentar bailar o relacionarme con un éxito nefasto. Así que allí me fui; abrí una puerta, y después otra, y primero hice aquello que el cuerpo me pedía, sintiendo cómo la angustia, el lloro y el alcohol ingerido empezaban a golpearme el esófago como diciendo "vamos a salir". Pero el caso es que no llegué a marcarme una escena digna de Hollywood, sino que la puerta principal del servicio se abrió y escuché una voz llamarme. Una voz que fue una ducha helada en el desierto. Una caricia en el destierro. Alguien había venido a buscarme. No cualquier alguien, pero mantendremos su identidad en el anonimato porque, igual que el "cómo", el "quién" solamente es importante para mí. 
El asunto es que esa persona había venido detrás de mí porque había sentido que yo no estaba bien, y que en realidad no quería ir al baño, sino darme cabezazos contra las paredes. Acertó. Me cogió del brazo y me dijo que íbamos a pasear y hablar. Una vez en el ascensor del hotel, me eché a llorar como una bruta. Y se me pasó cuando se abrió la puerta del tercer piso, pero volvió a darme después de recorrer tres pasillos y concluir que no era buena idea abrir la salida de emergencia por el cartel que decía "cuidado: salta la alarma". 
De modo que nos sentamos en las escaleras y empezamos a hablar. Ninguno de los dos llevaba reloj, así que no sé cuánto tiempo exactamente estuvimos allí. Depende de cómo lo piense me parece una eternidad o me parecen diez minutos. El caso es que lloré mucho y aún así no se me echó a perder el maquillaje. Lloré mucho y me quejé mucho de una situación tan vieja como yo misma. Aquella persona me escuchó a medias, porque el alcohol, como a mí, le provoca verborrea, y además lo de escuchar nunca ha sido nuestro fuerte. 
Dejó que me desahogase de aquella manera y luego intervino. Como un martillo, sin filtros y sin piedad (y de esto no tuvo culpa el alcohol), me dijo palabra por palabra las cosas como eran. Que tenía dejar de lado mi actitud de "estrellita del pop", que acabaría fatal. Que dejase de hacerme la importante y hablar en exceso de mí, de lo que hago o de lo que viajo, de las cosas que me pasan o que me dicen sobre aquello que hago. Que tenía la boca como un buzón de correos y la mantenía constantemente cerrada para decir cosas que al final acababan siendo cargantes, pesadas, insoportables. Y que alrededor, en el círculo de personas que mi acompañante calificó de "mediocres y simples", aquello molestaba mucho. Mis aires de grandeza eran terriblemente insoportables, y por eso me daban la espalda y me mandaban a cagar, no me pedían que me pusiera en las fotos y en general hacían como si yo no estuviera. De todas formas, ¿qué esperaba? No aprendo, y mira que esto lleva pasando años. Que a ver si me espabilaba, porque ni toda la mediocridad y la simpleza justificaban que yo tuviera ese gusto por decir lo brillante que era. La cosa, admitió, es que yo brillaba, que brillo, y que la luz molesta. Pero molesta más todavía que te la pongan en la cara constantemente. Que era cargante, pesada, egocéntrica. Que ya estaba bien. Que para los amigos que se habían esforzado en conocerme y que habían "aceptado mi defecto" no importaba, pero que para las amistades cumplidas de tres días tenía que coserme la boca con hilos de hierro y luego soldarlos para no hablar de más.
"Fíjate en mí", me dijo. "¿Tú me escuchas hablar de mí? ¿De mi carrera, de lo que estudio, de algo aparte de las borracheras y las gilipolleces con mis amigos? No, ¿verdad? Pues aprende."

Mentiría si dijera que acepté todas las críticas de buen grado y con arrepentimiento, diciendo que tenía razón y que era todo culpa mía. Por supuesto que no, soy muy humana y lo primero que hice fue rebotarme, cabrearme porque menudo un consuelo que empezaba por reñirme, que vaya manera de animarme cuando era evidente que lo que necesitaba era un abrazo. Pues aquella persona decidió darme un electroshock. Sería, dijo, mucho más efectivo. Que a ver si me daba cuenta, porque lo que me quedaba por delante era duro e iba a sufrir mucho como siguiera con aquella actitud. Y que para empezar no me estaba regañando, sino diciéndome que era una persona excepcional, y que como tal molestaba a los mediocres de mi alrededor. Lo que pasa es que el asunto se agravaba con mi continuo deseo de llamar la atención y ser aplaudida. Que me gustaba demasiado decir lo buena que soy. Y eso no podía ser; no si yo quería ser feliz, no si me afectaba el rechazo de aquella. 
El caso es que me dolió, como el martillazo que fue. Claro que me dolió, a cualquiera le dolería que le dijeran algo así. Y más si es cierto, porque yo era consciente de cada palabra incluso antes de que mi acompañante las pronunciase. Sabía que tenía razón, y eso todavía me jodía más. Ser consciente de un defecto ya es duro, como para que encima te lo diga alguien de fuera. Ahí el reflejo más humano que yo tuve fue el de cuadrarme y hacerme la ofendida, la terriblemente afectada. Le dije que eso no era manera de consolar a nadie, y él dijo que no quería consolarme. Que lo que quería era ahorrarme sufrimiento. Que aprendiese de una vez.

Vaya un bofetón verbal que me arreó. Me puso las dos mejillas coloradas y todavía me echan humo. Odié escuchar aquello que me dijo. Pero era estrictamente necesario que me lo dijera. Yo tenía que escucharlo ya, y de esa manera tan contundente. De hecho, a la mañana siguiente le di las gracias por su sinceridad y su valentía, por cómo se había atrevido a hablarme y cómo me había hecho reflexionar desde lo más hondo. Vaya si le di las gracias.
Lo único que lamento es haberle dicho que esas no eran formas de consolar a nadie, porque después de todo el melodrama pareció procesar esa idea, y como ninguno estábamos exentos de alcohol acabó llorando porque se sentía culpable.
Cosas que tienen que ver y otras leyendas urbanas. 

3 de septiembre de 2015

Hay que poner orden

Uno/Primero
«Nos quedamos en silencio y nos miramos. Por mi cabeza pasan miles de frases que tal vez debería decir, pero una suave voz en mi cabeza me invita a disfrutar del momento sin hablar. Descubro la profundidad y la magia fluyendo a través de ese puente que acabamos de construir entre ambos. Y de repente me doy cuenta de que soy exactamente de su misma altura. Acabo de crecer, física e interiormente. Un soplo de duda me acaricia el corazón. No estoy seguro de saber lo que eso significa. Humbaba hace una suave inclinación de cabeza.
Sin que me dé tiempo a reaccionar, una de sus uñas punza mis orejas a toda velocidad. Pero no siento dolor, tal vez un leve malestar. Me acaba de perforar los lóbulos, apenas una gotita de sangre se queda en mis dedos cuando instintivamente me los toco. Humbaba va hasta el arcón con los bueyes alados de la habitación, lo abre y está un momento rebuscando.
Finalmente saca un manto de color azul oscuro, con una cinta de color bronce en el bajo, el cuello y las mangas. Además, un faldellín azul que yo nunca había visto y un fajín de cuero, que resplandecen con la luz del sol. Rápidamente mi guardián se deshace de la falda de oveja que llevo puesta y me coloca las nuevas prendas, que sorprendentemente se acoplan a mi cuerpo como si ya me conociesen. Por último, sostiene ante mis ojos un par de pendientes de oro, que son lo más bello que nunca he podido ver.
Me estremezco. Solo Enmerkar lleva pendientes.
Son dos semicircunferencias que emulan los rayos divinos de Šamaš. Están divididos en tres niveles, cada uno adornado con una piedra diferente: cornalina, lapislázuli y ámbar. La emoción hace que mis labios se separen y se me quede la boca abierta como si fuese bobo. Incluso se me empañan los ojos.
Humbaba coloca con facilidad las joyas en mis orejas recién perforadas. Después me acomoda el manto sobre los hombros, hace un par de ajustes en el fajín y da un paso hacia atrás. Entonces cierra el puño y lo envuelve con su otra mano. Lanza hacia delante los brazos y me hace una profunda reverencia que le devuelvo con torpeza.

—Ya es hora de que empieces a vestir como lo que eres —dice, y me encoge el corazón el orgullo que creo distinguir en su voz—. Un príncipe. Es voluntad de An y de Ki.»

(El rey pastor, marzo 2015)



Dos/Segundo
«—No me considero un experto en guardias, ya que no hemos hecho muchas a lo largo de toda nuestra vida, pero apostaría a que es importante tener los ojos abiertos.
—No te rías de mí, hermano.
Caleb se sentó junto a su gemelo y le puso una mano sobre la rodilla.
—Vamos, vamos, hermano. ¿Qué ha sucedido? —él soltó un gruñido—. Deduzco que tal vez la sinceridad no ha sido tu mejor aliada. ¿Se lo has dicho? —Calai asintió, sin quitarse las manos de la cara. Su hermano contuvo una risilla—. Vaya por Dios. Bueno, podría haber sido peor. Podría haberte… golpeado. Tiene desde luego más fuerza que tú, hermano. Pero, dime, cuéntame algo —se acercó a su oído y musitó—: ¿La besaste?
Calai levantó la cabeza, se pasó los dedos por el pelo y después se los llevó a los labios. Su gemelo esperaba, expectante. Finalmente, contestó:
—Sí —su hermano soltó una exclamación de júbilo—. ¡Cállate, Caleb!
—¡Bravo, hermano! —él le dio varias sonoras palmadas en la espalda—. ¡Bravo por tu repentino ataque de valor! ¡Qué orgulloso estoy de ti!
—Por mi repentino ataque de estupidez —corrigió Calai. Soltó un gemido de angustia—. Hermano, ¿qué voy a hacer? Tendré suerte si sigue mirándome a la cara…
—Bueno —Caleb le pasó la mano por el hombro y esbozó una cariñosa sonrisa—, estoy convencido de que no es para tanto. Además, poco importa. Has de saber una cosa, Calai. De todos los amores que hay en este mundo, de todos aquellos con los que te puedas encontrar en tu vida, nadie, te repito, nadie va a quererte como te quiero yo.
Él se rió, con esa risa de alivio que tan bien su hermano conocía. Desafió a su gemelo con la mirada.
—¿Más incluso de lo que me quiere nuestra madre?
—Ella no te conoce ni la mitad que yo. He visto lo mejor de ti, y también lo peor. ¡Y aún así me voy de viaje a buscar dragones contigo! ¡Mira dónde he acabado! En medio de una tormenta divina y oscura. Oh, hermano. Si esto no es amor, no sé qué puede ser.
Calai soltó un par de carcajadas con suavidad.
—¿De qué te ríes?
—De que estás equivocado, hermano.
—¿Lo estoy de veras?

—Lo estás de veras —se tomaron por el hombro y se quedaron un momento así—. Gracias, hermano. Y no temas, que por más amores que existan, a pesar de todos los que me encuentre en la vida, tu siempre serás el primero en mi corazón.»

(El guardián del sol, abril 2013)


Tres/Tercero
«Entonces, se escuchó un trueno lejano. Vale giró la cabeza. Efectivamente, como había dicho el capitán, un perpetuo círculo de tormentas rodeaba la isla. Allí estaba, como un cinturón de borrego gris. Pero parecía mucho más separado de la isla de lo que la chica había pensado. Paseó los ojos un momento. Los rayos iluminaban las nubes por dentro, pero no vio ni un solo dragón.
—Qué destrozo —refunfuñaban los pescadores detrás de ella—. ¿Habéis visto la vela? El mástil no se ha partido de puro milagro. Nos han pasado cerquísima. ¿Alguien lo ha visto? Era rojo, os lo juro. Rojo… no sé, naranja. Esa cosa ha pasado demasiado cerca.
Ni un solo dragón en el horizonte. Vale se sintió un poco decepcionada.
Cruzó los brazos y arrugó la nariz.
De pronto un pájaro pasó volando por encima del barco a una velocidad de vértigo; tal, que todo el buque se bamboleó. Vale no pudo verlo bien, pero se sorprendió.
“¿Era un búho?”
Teo contempló extasiado la verde extensión que se ofrecía a la vista y ni siquiera se fijó en el pájaro. Nueva vida, nuevas oportunidades. Y, sobre todo, tierra firme. Sus pobres rodillas temblorosas no podían esperar a pisar el suelo.
Uno de los marineros subió de la bodega.
Parece que no hay daños importantes en el casco, capitán.
Ya es un alivio. Esos dragones no estaban hoy de buen humor, bestiajos malignos. La Diosa sabrá lo que les pasaba. Nunca había topado con una tormenta tan fuerte. Señores, de verdad llegué a pensar que no lo contábamos.
No sabía que hubiera dragones en Iri no Bajesi comentó Vale, apoyando la barbilla en el pasamanos.
Hay dragones en todas partes, niña.
Eso no es cierto replicó Teo—. No quedan dragones en el Gran Continente.
El capitán se rió.

Muchacho, que tú no puedas verlos no significa que no existan.»

(Ovejas en las nubes, mayo 2009)

Cuatro/Cuarto

«—De verdad eres increíble.
Yago levantó la vista con los carrillos llenos. Tragó ruidosamente y sacudió el cuello. Después lo miró con una tierna sonrisa.
—No creo que sea más increíble que tú, Éji.
—Depende de cómo lo mires, yo no puedo volar.
—Depende, en efecto, del punto de vista; yo tampoco puedo —los dos profirieron alegres carcajadas—. Pero, ¿a qué te refieres con que soy increíble?
—No lo sé —se balanceó en su asiento circular, con un pie apoyado en uno de los pilares de madera del establo—. Quiero decir que, bueno, eres tan diferente de todos los que conozco… Tú nunca protestas por nada, siempre estás sonriendo. Y además tienes alas, cuernos, colmillos, y escupes fuego. ¡Eres lo más parecido a un dios aquí!
—¿Tú crees? —Yago ladeó la cabeza, poco convencido.
—Has nacido con una condición casi divina y, sin embargo, te conformas con un asado malísimo y frío, un par de paseos por los acantilados y un amigo de raza humana —Éjickat miró por la ventana. Desde su asiento podía ver el bosque sagrado—. De verdad que no te entiendo. No sé cómo soportas la monotonía de todo esto.
El dragón meneó la cola de un lado a otro. Observó a las ovejas, todas juntas en su espacio vallado, y le parecieron tan bonitas. Una familia de blancos, grises y negros que a menudo se entremezclaban. Le encantaban las ovejas, los paseos por los acantilados y la comida, siempre que se la traía Éjickat. Y, desde luego, le gustaba Éjickat. Era lo que más le gustaba del mundo.
De modo que así se lo dijo. Yago nunca tenía problemas para decir lo que pensaba.
—Tú eres lo mejor que tiene la isla, Éji —concluyó. Se acercó y se sentó sobre los cuartos traseros, frente a él. Cerró los ojos y sonrió —. Sin ti, ¡todo esto apenas tiene sentido!
Éjickat sintió que el pañuelo le apretaba y que tenía calor en la cara. Balbuceó un par de palabras incomprensibles.
—Yago…
—A fin de cuentas, eres mi mejor amigo —asintió el dragón—. ¿Qué puede haber mejor que eso?
El muchacho, a pesar de su rubor, sonrió tímidamente. Apoyó el pie que tenía colgado en la frente del dragón y empujó con fuerza. la criatura salió despedida hacia atrás con un fingido gruñido.
—¡Deja de decir tonterías sentimentales, que acabo de comer! —exclamó entre carcajadas—. Mejor piensa en lo que quieres hacer esta tarde. Con la que va a caer, me parece que será mejor no moverse de casa.
Ambos se acercaron a las ventanas. El estómago de Éjickat se encogió cuando se encontró con la imagen del bosque sagrado. Los árboles parecían a punto de enseñar sus raíces y destrozar la tierra. Todo se estaba volviendo negro por las nubes. Ramas y hojas secas se chocaban contra todo lo que se interponía en su camino. Pero no hacía caído ni una gota de agua.

— A lo mejor no llueve —comentó Yago.»

(Rizos de espuma, marzo 2011)

2 de septiembre de 2015

Dos bolsas de basura llenas y pesadas

Desde que volví de Inglaterra, decía que no terminaría el verano sin que hiciera un exagerado repaso a mis cajones y tirase toda la mierda que tantísimos años había estado acumulando.

A veces hacer limpieza sirve para más que mucho.
Mira tú por dónde que me he encontrado los manuscritos de Laúd y Orif y Rizos de espuma, la segunda parte nunca terminada de Ovejas en las nubes. Con el primero me he vuelto loca de alegría, y con el segundo he llorado de felicidad. Los daba por perdidos, pero el segundo estaba casi olvidado en los rincones de mi memoria. Una limpieza los ha rescatado. Gracias, dragona del pasado, por tener la buena costumbre de imprimir todo aquello que considerabas importante. Imagino que nos conocías y sabías que en el futuro volveríamos a por Yago y Éjickat.