26 de junio de 2014

Fenghuang

Las lágrimas de biblioteca no serán las más ridículas, pero desde luego entran en el top-5. 
Lágrimas, porque eres bella y yo te he encontrado. Porque fuiste hermosa y bella, concebida por la sabiduría más profunda y el conocimiento más elevado, y te alzaste sobre todas las nubes para convertirte en tormenta. Me mojé con tu lluvia y ahora te veo en todas partes. Fuiste luz y faro en la oscuridad de mis noches, cuando corría detrás de ti en una selva imposible. 
Y hoy de repente apareciste, porque aunque inalcanzable, también eres magnánima, y me concediste el regalo de saber quién eres, de dónde vienes y cómo otros te vieron. 
He podido verte.
He podido encontrarte.
Y sí, claro que he llorado.
Cómo no llorar ante el único animal que mira con los mismos ojos de Dios.



Gracias.





When Nature sleeps, She dreams. 

25 de junio de 2014

La señal (momento revelación 20)

Si hasta al-Ahmar era un pájaro de presa, quizá es que los tres fuisteis mi señal.
Porque 'Aran', ese lugar de donde venía el hombre sabio, es una villa que está al pie del monte Alborz, en Irán. 



I got two strong arms, blessings of Babylon. With time to carry on and try. For sins and false alarms, so to America, the brave, wise man say...

Near a tree by a river there's a hole on the ground where an old man of Aran goes around and around. And his mind is a beacon in the veil of the night.
For a strange kind of fashion there's a wrong and a right.
He'll never, never fight over you.

I got plans for us, nights in the scullery and days, instead of me. I only know what to discuss of for anything but the light.
Wise men fighting over you.
It's not me you see. Pieces of valentine with just a song of mine. To keep from burning history... seasons of gasoline and gold
Wise men fold. 

Near a tree by a river there's a hole on the ground where an old man of Aran goes around and around. And his mind is a beacon in the veil of the night.
For a strange kind of fashion there's a wrong and a right.
He'll never, never fight over you.

I got time to kill, sly looks on corridors without a plan of yours. 
A black bird sings on bluebird hill, thanks to the calling of the wild wise man's child. 

23 de junio de 2014

Vulture

'Nasr' en árabe significa 'buitre'. Un enorme pájaro de presa.
¿Qué eras tú, entonces, ibn Nasr?

19 de junio de 2014

El albino III

El grito eufórico de la chica rebotó en las paredes de las montañas. Su eco pareció enmudecer a aquel sonido. Volvió la calma y el silencio, como si en ese rincón remoto del mundo no hubiese pasado nada. El rumor del Shah Rud llegaba de lejos, de vez en cuando un guijarro rodaba por la pendiente. Pero nada más.
Al-Ahmar clavó la punta de la jineta en la tierra y la hizo girar sobre sí misma. Apoyó la otra mano en la cadera y resopló.
—Bueno. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Vamos detrás? —preguntó, señalando con la cabeza el lugar por donde había desaparecido el albino con los tres polluelos. Avani siguió sus ojos y después arqueó la ceja.
—¿Quieres escalarlo?
—¿Por qué no? —el nasrí se encogió de hombros—. Es la única manera de seguirlos que se me ocurre.
—No podemos seguirlos —dijo la chica. Los dos musulmanes la miraron. Ella se apartó el pelo de la cara, sorbió por la nariz y suspiró profundamente. La emoción del instante anterior parecía haberse esfumado casi por completo, o eso le pareció a Avani. La chica se ajustó la capa a los hombros y también alzó la mirada—. La cima del Alborz no puede alcanzarla ningún mortal.
—¿Y cómo sube nuestro pálido amigo? —insistió al-Ahmar. No acogía demasiado bien que le dijesen que no podía hacer alguna cosa. Ella sonrió; una sonrisa dulce y teñida de tristeza. O quizá de resignación.
—Lo suben sus hermanos. O la propia Simurgh.
—¿Entonces hemos llegado hasta aquí para darnos la vuelta?
—¿Así de interesante es tu aportación? —lo interrumpió Avani, que no podía soportar aquella expresión en los ojos verdes de la joven—. Ya que nuestra propia cultura te la trae al fresco, me encargaré de recordarte uno de nuestros hadithes: «que tus palabras sean mejores que tus silencios».
El nasrí se apoyó el filo de la jineta en el hombro y arrugó el entrecejo, contrariado por aquella repentina reacción.
—¿Quieres decirme algo, ulema? —farfulló, pronunciando la última palabra con cara de asco.
Na’am*, ¡que te calles!
—No empecéis —los cortó la chica de golpe. Se volvió y les dirigió una mirada divertida —. Me tenéis harta.
—Pues tú no lo tienes viviendo en tu propia casa… —sonrió al-Ahmar, y le guiñó un ojo. Avani obvió totalmente el comentario y le puso a la muchacha la mano en el hombro.
—¿Estás bien? —ella asintió. El filósofo también sonrió—. Esto es un asunto totalmente tuyo. Haremos como nos digas y cuando nos digas. Para eso decidimos acompañarte.
Al-Ahmar alzó la cabeza.
—Por lo pronto, sería recomendable que buscásemos un sitio a cubierto —envainó la espada e hizo crujir las vértebras del cuello—. Va a llover.
La chica dio un respingo.
—¿A llover…? —susurró, tan bajo que ni ella misma pudo escucharse.
Avani intercambió una mirada con al-Ahmar, después dirigió los ojos al camino por el que habían venido y finalmente a las alturas. Tuvo que admitir que el sultán tenía razón; el cielo se estaba oscureciendo y la niebla se estaba espesando.
Lo sorprendió un repentino abrazo de la muchacha.
—¡Estoy bien! De verdad —le dedicó una enorme sonrisa —. No creas que esto ha sido una decepción. Al fin y al cabo, ni que hubiésemos venido a cazarla.
El filósofo se rió con suavidad y le devolvió el abrazo.
Volvieron sobre sus pasos, y hasta que no terminaron de atravesar el estrecho paso de piedra, ninguno habló. Finalmente, al-Ahmar rompió el silencio.
—¿Por qué está aquí ese niño? Podría hacer mil chistes sobre lo alejado de la civilización que está este sitio, pero se encuentran también muchos salvajes tras las murallas de una ciudad. Yo entre ellos —Avani asintió con efusividad—. Pero, ahora hablando en serio… ¿qué hace aquí?
El filósofo se apoyó en la pared y dejó que fuese ella quien respondiese.
—En realidad es como tú —dijo, y le dio un cariñoso golpe en el hombro—. Es un príncipe.
—¿Que el degenerado ese es un príncipe? —repitió el nasrí, señalando con el pulgar hacia detrás —. Pues le hace falta una dosis importante de calma en ese cuerpo tan blanco.
—Tampoco es que tú seas el culmen del autocontrol —comentó Avani.
Al-Ahmar lo fulminó con la mirada y este se la sostuvo. Ella simplemente los ignoró.
—Es el hijo del rey Sam —explicó, mientras bajaba unos metros muy despacio—. Estaba desesperado por tener descendencia, y finalmente su consejo de sabios le anunció que su esposa estaba embarazada. Pero cuando nació ese niño, mandó que lo llevasen lo más lejos que pudiesen. Supongo que el Alborz era la opción perfecta.
—Como para muchas otras cosas —apuntó Avani, y ella le sacó la lengua.
Al-Ahmar dio un salto para salvar un desnivel y les tendió la mano para ayudarlos a cruzar.
—¿Por qué?
—Por el pelo —el nasrí abrió mucho los ojos, con icredulidad. Ella se señaló la cabeza y se encogió de hombros—. Al ser blanco, pensaron que podía ser algún tipo de marca demoníaca. Como si el niño hubiese nacido maldito. Así que se deshicieron de él.
—¿Y lo trajeron aquí? —insistió al-Ahmar—. ¿Qué tiempo tenía ese niño?
—Ocho días —contestó la chica, con naturalidad. Con demasiada naturalidad, para el gusto del sultán—. Quizá dos o tres más.
Avani pasó por delante de él y siguió caminando. El nasrí se quedó clavado en el sitio, sin poder dar un paso. Sus dos compañeros se volvieron. La turbación había invadido sus ojos claros. Era totalmente incapaz de concebir algo así. Negó con la cabeza, como preguntando a las piedras del suelo. Avani sintió que el corazón se le encogía cuando la voz profunda de ibn Nasr dijo:
—¿Qué tipo de padre… sería capaz de algo así? —el filósofo suspiró. Fue como si viese dentro de la cabeza de su amigo. Estaba pensando en Muhammad, su propio hijo. Y con nostalgia recordó la expresión de al-Ahmar cuando lo sostuvo en brazos por primera vez. Se enorgulleció, aunque no dijo nada; aquella era la compasión de un sultán—. No hace falta que sea padre, ¿qué clase de hombre es capaz de abandonar en el monte a una criatura? Dios mío, estamos hablando de un bebé de días…
—El mismo que hace un momento te estaba apuntando con una flecha, sadiqy** —bromeó Avani, en un intento de disipar la tensión. Pero el nasrí no pareció escucharlo. Les dirigió una mirada que los removió por dentro; la pura expresión de la misericordia.
—¿Y su madre…?
La chica se dio cuenta de que no tenía respuesta para eso. Avani tampoco.
—Probablemente se quedase destrozada —murmuró—. Eso, si consiguió no morirse de tristeza.
—Su madre está viva —los tranquilizó ella. Caminó hasta al-Ahmar y lo cogió con cariño del brazo—. Aunque no imagino por lo que ha tenido que pasar.
—Sí… Que drama, ¿no? —el sultán volvió a ser el de antes y esbozó una sonrisa—. Estar impaciente por darle a tu señor un heredero, y cuando lo consigues… te dicen que está defectuoso. No debe de ser lo más agradable del mundo. Hay mucho esfuerzo en concebir un crío.
Ella soltó una carcajada. Avani puso los ojos en blanco, pero también estaba sonriendo.
—Y yo que creía que te había dado un repentino ataque de cordura. Está claro que no puedes pedir imposibles a Dios —sacudió la mano, como para espantar las palabras de al-Ahmar.
El nasrí pasó a su lado y le dio un golpe, cariñoso pero brusco, en el hombro. El filósofo casi se fue al suelo.
Ohebuka aydan, shaqiqy***.
—Del monte tenía que ser —protestó el filósofo, mientras se colocaba bien el turbante—. ¡Bruto!
Ella se tapó la boca con la mano, pero siguió riéndose. Pero de pronto al-Ahmar giró el tronco, y sus ojos escrutaron el cielo. Se hizo el silencio. Avani conocía esa mirada.
—¿Qué ocurre? —se atrevió a preguntar.
Los ojos claros del nasrí emitieron un brillo inquieto.
—No me ha gustado ese ruido.



* Sí / ** Amigo mío / *** Yo también te quiero, hermano mío.

11 de junio de 2014

El albino II

—¿Los hermanos? ¿Los hermanos de quién? —farfulló al-Ahmar, y levantó demasiado el brazo que sostenía la jineta. El arquero volvió la punta de la flecha hacia su cuello.
—¡Baja el arma! —aulló. Sus ojos claros empezaron a enrojecerse de la ira.
—Apelo al sentido común, sayyid*, ¡apelo a cualquier traza de raciocinio que quede dentro de vuestra pálida cabeza! —gritó Avani, histérico. Seguía sin bajar los brazos y sus palmas apuntaban al cielo—. Ya le hemos dicho que no somos enemigos, ¡así que hacedme el favor y calmaos! —la chica no estuvo segura de si de verdad el filósofo se lo estaba diciendo al albino o si más bien se lo estaba pidiendo a sí mismo.
Pero ninguno hizo un solo movimiento; ni el guerrero blanco de las montañas ni el guerrero rojo del último reino de al-Ándalus. Como fieras, seguían vigilándose, atentos a cualquier cambio en el contrario.
La chica miró hacia arriba cuando percibió un aleteo. Los ojos claros del arquero la apuntaron. Pero no la apuntó su arco. Su corazón se aceleró. Sobre ellos, a poquísimos metros, los pájaros daban vueltas, ocultos por el velo protector de la niebla. Esperando. Parpadeó varias veces para contener las lágrimas de emoción.
—Al-Ahmar —susurró—, baja la espada.
Maatha? —replicó él, y volvió la cabeza en un respingo—. aqqan?**
Na’am! Bájala —repitió ella, y ni en su voz ni en sus ojos hubo atisbo de duda.
El nasrí se lo pensó. Después de echar un vistazo a su propia arma y al arquero, que seguía en tensión, tomó aire profundamente y envainó la jineta. El albino cambió de peso los pies y destensó y tensó de nuevo los nudillos. Sus manos pálidas marcaron la rojez de estar apretando el arco con demasiada fuerza. Pero en sus ojos Avani pudo percibir un atisbo de duda. Ya no estaba tan seguro de querer soltar la flecha. O, al menos, eso quiso creerse.
Después de unos segundos tensos, el arquero de cabello blanco bajó su arma, pero no relajó el resto de su cuerpo.
Alhamdulillah…*** —musitó Avani, y dejó caer los brazos.
El aleteo se hizo más fuerte.
La chica apretó las manos, visiblemente emocionada.
—Son los hermanos de Zal —dijo, con un hilo de voz—. Son las crías de Simurgh.
Por sorprendente que pudiese parecer, Avani creyó que el albino palidecía. Más aún. No fue exactamente el color de su rostro lo que cambió. Fue la expresión. Sus ojos claros estaban clavados en la muchacha. Casi se atrevió a pensar que con miedo.
—¿Conoces a mi madre…?  ¿Quién eres tú? —le preguntó a ella, directamente.
Ella esbozó una sonrisa.
—Somos amigos.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—No es lo único que sé de ti —se atrevió a dar un paso, pero el joven ante ella se revolvió. Como si fuese a desaparecer entre la niebla, igual que un gamo asustado. Su fiereza había desaparecido. Se quedó quieta y estiró los dedos, en gesto pacificador—. Sé quién eres. Te conozco, Zal. Y sé por qué estás aquí.
Al-Ahmar, despacio, se colocó junto a Avani. Soltó un resoplido y refunfuñó muy bajo:
Alla’nah****, pero si es solo un crío. Me ha confundido con lo alto que es. Fíjate, no tiene ni un pelo en ese mentón translúcido. Quince, dieciséis años, no más. Roza los dieciocho como mucho. Y casi hace que te exploten los nervios, alla’nah!
—¡Vigila ese lenguaje, que se supone que eres sultán! Y discúlpame por tenerle algo de aprecio a mi vida, me ha costado sus buenos años encauzarla por el buen camino —se defendió el filósofo, en otro susurro.
—A mí me preocupa más lo que ese desquiciado pueda hacerle a la niña. Le faltará vida para arrepentirse si le pone la mano encima —los ojos de al-Ahmar relampaguearon. Pero Avani no se amedrentó. Cruzó los brazos y bufó.
—Gran frase para pasar a la historia. ¿Quieres que tome nota para cuando me pagues y escriba tus memorias?
—Cállate.
La chica había conseguido acercarse a Zal mucho más de lo que esperaba. De cerca, podía adivinar, igual que al-Ahmar y Avani, que en realidad era más joven que ella. Su cuerpo endurecido por la montaña y las pieles que lo cubrían daban una falsa primera impresión. Sí pudo diferenciar un atisbo de vello en su barbilla, y muchas, muchas cicatrices. Sus ojos eran cristales teñidos de gris, brillantes en todo momento. Y su pelo blanco de verdad, como la nieve. Tenía los labios ligeramente amoratados, tal vez por el frío, el nervio o ambas cosas. De la cinta que le cruzaba la frente colgaban varios abalorios de hueso y una pluma. Una magnífica pluma.
El grito de un pájaro hizo que los cuatro mirasen hacia arriba. Para los tres viajeros, fue como escuchar un águila; pero sabían que ambos sonidos solo se parecían ligeramente.
Rápidos como las flechas que Zal pretendía disparar, tres aves los rodearon y se pusieron a revolotear alrededor del albino. Éste se quedó muy sorprendido cuando la muchacha ante él dejó escapar un par de lágrimas y se cubrió la boca con las manos.
—Tus hermanos… —la escuchó balbucear.
Avani y al-Ahmar también estaban perplejos. Los pájaros tenían el tamaño de un ternero joven y fuerte. Sus plumas eran de mil colores, sin que pudiesen averiguar si alguno predominaba sobre el otro. Sus cabezas estaban coronadas con un incipiente tocado de plumas, que posiblemente se haría más grande cuando alcanzasen la madurez. Pasaba lo mismo con sus colas, que aunque múltiples eran cortas, como el antebrazo de cualquiera de los dos. Y sus ojos eran expresivos como los de un ser humano, oscuros como el kohl, brillantes como las estrellas.
El arquero les acarició el cuello y les dedicó algunos mimos, pero sin despegar la vista de los tres desconocidos a los que había estado a punto de disparar. Realmente estaban maravillados ante la vista de sus hermanos.
Entonces se escuchó otro sonido, y por el eco pareció que venía de todas partes. Más profundo, más intenso, más poderoso. Zal dio un pequeño paso hacia atrás cuando la chica cayó de rodillas contra la tierra.
Arani y al-Ahmar dieron un salto para ponerse a su lado. El filósofo la tomó por los hombros.
—¿Estás bien, ya habibi*****?
—Sí, sí —tartamudeó ella, mirando frenéticamente a todos lados—. Me han fallado las pier…
La interrumpió aquel sonido de nuevo. Los polluelos levantaron la cabeza y echaron a volar. Zal hizo ademán de seguirlos, pero se volvió un momento. Miró a los ojos verdes y llorosos de la chica. Y sus pupilas se encogieron de extrañeza y rechazo. Dio un salto y se encaramó a un peñasco. Tardó poco en perderse en la niebla, corriendo detrás de sus hermanos.
Al-Ahmar, cohibido, miró hacia arriba. Hacia donde adivinaba la cima del monte Alborz. Tragó saliva y murmuró la fatiḥa muy deprisa, en un repentino ataque de superstición. Avani puso a la muchacha de pie y fue a decir algo, pero aquel sonido los silenció por tercera vez. Ella le apretó muy fuerte los dedos; estaba temblando. Entonces, el filósofo creyó entenderlo.
—Es una llamada —parpadeó muchas veces, como para clarificar la respuesta ante sus ojos—. ¡Claro!
—¿Está… llamando a sus crías? —preguntó al-Ahmar, con la ceja arqueada.
—Sí —respondió ibn Tahir, con una enorme sonrisa en los labios. Movió la mano arriba y abajo muy deprisa, desbordado por la emoción —. Pero no es cualquier grito; qué va. Es… es una llamada, es… safir.
Safir-i Simurgh —terminó la chica, que de verdad estaba llorando. Se limpió la nariz con la manga y en medio de todo su dramático moqueo pudo decir—: La hemos encontrado. ¡Es ella! ¡ES ELLA!




*Señor / ** ¿Qué? ¿En serio? / ***Gracias a Dios / ****Joder / *****Apelativo cariñoso

9 de junio de 2014

Las cosas de Avani XXXXI

"Quiero que quede claro que lo de la iranología ha sido cosa tuya, ¡nada más que tuya y exclusivamente tuya!", me apunta con el dedo mi Avani ibn Tahir interior, cuando caigo en la cuenta del terrible follón en el que nos hemos metido. 

4 de junio de 2014

Mal fatak

Al-Ahmar se entretiene cambiándole las cuerdas al laúd de Avani.
Avani está sentado a mi lado, leyendo.
Yo tamborileo un rato sobre la mesa. Me muerdo el labio.
—Creo... —empiezo. Avani levanta la vista, pero no dice nada. Al-Ahmar sigue a lo suyo.
Suelto un resoplido y el pelo me baila sobre la nariz. Avani deja el libro sobre la mesa y ladea la cabeza.
Maatha?
Lo miro con una sonrisa que esconde parte de culpabilidad.
—Creo que les estoy cogiendo mucho cariño a los persas.
Al principio, no dice nada. Pero después sonríe con todo su cariño. Sabe qué quiero decir realmente con eso. Al fin y al cabo, aunque musulmán, él es persa. Se lo debo. Me aprieta el hombro con los ojos brillando de emoción. En la ventana, al-Ahmar no se ha enterado.
Me levanto a por un vaso de agua.
Avani vuelve la cabeza y le dedica al nasrí una sonrisa enorme y mezquina. Él levanta la ceja.
—¿Qué tripa se te ha roto?
—¿No has oído a la niña?
—No —al-Ahmar ajusta una de las clavijas—. ¿Qué ha dicho?
—Que le está cogiendo cariño a los persas. Mucho cariño.
La cuerda salta del laúd a punto está de sacarle un ojo al nasrí. Se queda mirando al filósofo con los ojos abiertos como platos. Éste sigue con su expresión de triunfo y recochineo.
—Empate a uno, ya habibi.
Cuando vuelvo, al-Ahmar lo lanza todo por los aires y me agarra del brazo.
—De persas, nada. ¿Me has oído? ¡De persas, nada! ¡Tú te vuelves a al-Ándalus!
—¡Deja que se interese por algo que merece la pena! —responde Avani, que me coge del otro brazo. Y como era de esperar, cada uno se pone a tirar hacia sí mismo—. ¡Nosotros somos milenarios!
—¡Y un cuerno! ¡Vosotros os acabasteis en el siglo VII! ¡Sois un mito!
—¡Y vosotros sois unos exiliados mestizos!
—¡Cuidado con lo que dices!
—¡Simurgh es persa!
—¡Y la Alhambra, andalusí!
—¡BASTAAAAAAAA!



Y así está mi cabeza.

3 de junio de 2014

Las cosas de Avani XXXX

"¡Su madre! ¡Éramos pocos y llegan los cristianos!", grita mi Avani ibn Tahir interior, lanzando todos los papeles por los aires. Y es que en 1096 aparece en nuestro marco de acción la Primera Cruzada. Como si no fuera suficiente con tener cuatro imperios musulmanes/persas/turcos/khanes superpuestos en el tiempo. Cuatro.
Maldita pájara.