"Ponerle cara al mal, al enemigo, siempre ha sido el primer paso para conseguir vencerlo, y eso lo tenían muy claro en la Edad Media."
¿Vencerte? ¿Quién quiere vencerte? Desde mi punto de vista, ponerle una cara al Mal ha sido el primer paso para entenderlo. Para tenerlo cerca y comprenderlo. Para asumirlo como parte propia de la vida e incorporarlo al conocimiento. Porque, si de verdad es Mal es tan repudiable, tan horrible, ¿cómo es que las prácticas satánicas y las conjuras a demonios tienen casi más años que la propia idea cristiana de "infierno"?
El Mal no es el Mal como nosotros lo queremos concebir. El Mal es, mucho más que el Bien, la justicia. Es el castigo y el equilibrio para la balanza, es el ojo por ojo y el tanto por uno, San Bruno. Es la mano ejecutora que dará lo que cada uno merece. El problema es que todos, todos recibiremos castigo, porque ninguno somos tan buenos, y eso es lo que nos aterra. Nos inventamos el Bien y el eterno perdón para escapar del escarmiento que, en realidad, todos nos merecemos. Yo también. Incluso el propio Jesús, blanca imagen del Bien, se declaraba culpable con "el que esté libre de pecado que tire la primera piedra". Él tampoco lo hizo.
Queremos desesperadamente un Bien que de todo nos redima, porque imaginamos un Mal que de todo nos culpará. Le tenemos miedo al Mal, porque sabe. Porque, al fin y al cabo, no es sino otra invención nuestra, y el ser humano es capaz de concebir los más temibles horrores. Tememos al Mal, porque conoce nuestra debilidad, conoce nuestro miedo y nuestro temor. Conoce porque le dejamos, porque ese miedo es su puerta de entrada, conoce porque se alimenta de todo lo terrible que nosotros mismos nos imaginamos.
Le ponemos rostro al Demonio, un rostro ardiente, demacrado y con ojos vacíos, porque en el fondo es como nosotros queremos acabar. En llamas. Consumidos. Sin nada más en nuestra piel que ceniza.
Creamos horribles monstruos que luego representamos en piedra, en hierro, en bronce, en cristal, en lienzo, en un vago intento de dominarlos. Porque, en realidad, los dominamos. Sólo el ser humano recibió la capacidad de imaginar, e imagina, estudia, pinta. Los monstruos infernales tienen perfectos estudios anatómicos y, aunque imposibles, son muy lógicos. Los dominamos, porque los creamos. Los controlamos, porque los concebimos. Podemos obrar sobre ellos y, posiblemente, por eso los colocaron a lo largo de la historia tan a la vista. Es una ostentación del cazador, del que muestra la presa. Pero, en este caso, la presa puede brotar de la piedra con furia demoníaca y arrastrarnos el alma hasta el Averno. Así que se trataría de un control poco ejercido.
Les tememos, y por eso los respetamos.
Los más temibles conquistadores tenían a ojos del pueblo trazas satánicas y pactos con el Fuego. Cualquier poderoso, cualquier conocimiento que fuese más allá, cualquier despunte, tenía un sello infernal tatuado en la piel. Porque el Mal es castigo, pero es conocimiento. El Mal es el secreto guardado, el tanto tienes, tanto vales. El intercambio justo. Resulta bastante cómico que se le tenga tanto miedo al Demonio, cuando no es otro que un justiciero dando al pecador lo que merece. En realidad, hace su trabajo.
En realidad, todo el Infierno no es más que una materialización de nuestros propios miedos. De nuestros más oscuros temores. Imaginamos tanto, que cobra vida. Es una bella capacidad, la de imaginar.
Sin embargo, existen culturas que le hacen favores al Diablo. No siempre "demonio" es sinónimo de "mal". Se trata de una categoría de criatura. Incluso en muchas ocasiones estas divinidades ardientes ocupan altos puestos en los panteones politeístas. Son poderosas, porque son malvadas, y porque son justas. Al final, una corte demoníaca juzgará almas y dará lo que se merezca. Porque el Mal, mucho más que el Bien, es justicia. Es llano y simple, es estricto. Y eso lo tememos, lo tememos más que a nada.
Creamos el Bien para tener cualquier manera de escapar a esta justicia, pero el Mal encontrará su hueco. Algunos lo llaman "karma". Es una herramienta asidua, supongo, porque tampoco es cuestión de imaginarse lenguas de fuego reventando la tierra ni esqueletos a caballo esparciendo dardos de azufre sobre la Humanidad.
Pero, por qué no, sería una opción.
Vencerte. Quién diablos (oh, qué chiste) quiere vencerte, si eres invencible. Si tan duradera sea la imaginación y el temor humano, lo serás tú. Pervivirás cuando todo se acabe, mientras exista una sola alma que te tenga miedo. Y que te imagine, al tiempo que te crea.
A mí me resultas fascinante, porque también eres en parte mi creación. Porque siempre me llamó el Fuego y porque no estoy segura de ir a dedicarte mi fin de carrera, pero te admiro igualmente. Eres la Justicia que echo en falta, tanto con los demás como conmigo misma. Eres el calor en el invierno y los ojos vacíos que yo tengo a veces. Además, en mi vida está un alto representante de ese Mal. Y nadie diría que es "malvado". Es justo, es implacable, es poderoso. Da lo que cada uno merece. Por eso me gusta pensar que estoy encaramada a su hombro en forma de lagarto de fuego, con la cola en llamas y las alas desplegadas.
Durarás para siempre, porque para siempre fuiste concebido.
Ojalá tuviera más tiempo que este para dedicarte, a ti y a tu rostro ardiente esculpido en la piedra. Pero no estoy nada segura de ir a conseguirlo. Quizá sea parte de tu justicia, y en mi egocentrismo exagerado, quiero pensar que me reservas algo mejor. O en mi modestia fingida, que no merezco tratarte. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo, estos párrafos no eran más que un canto a las llamas, un cántico que haga saber todas las ganas que yo tenía de estudiarte.
Ojalá.
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