En la habitación hace frío, pero a mí me gusta. Estoy literalmente perdiendo el tiempo y deseando que se vaya el dolor de estómago, lo más rápido posible. También me duele la cabeza. Creo que son las ideas, que me están congestionando las venitas del cerebro. Hoy dormiré mal. O estupendamente. Sólo caben las dos posibilidades.
En medio del frío, apareces tú. Qué gracia, como si alguna vez te fueras. Te paseas por la habitación mirándolo todo con fingida curiosidad. Al final, te pones a mi lado.
—¿Me puedo sentar?
—Claro —pienso. Dónde, si no hay otra silla. Pero te las apañas. Tienes dos camas y una butaca. Decides que te quieres sentar encima de la mesa. Sonrío; tiene gracia, yo también me hubiese puesto ahí. No dices nada y pienso que en mi cabeza estás guapo. Que mi orientalismo del siglo XIX te imagina guapo. Pero cansado. Con ojeras moradas y los labios cortados. Como yo. Con el viento de la sierra, que te agita permanentemente las pestañas.
No dices nada. Eres experto en esperar. El que está casi constantemente machacándome la cabeza es Avani. Después de un rápido ejercicio mental y una consulta breve en Wikipedia, calculo que os lleváis, más o menos, ciento setenta años. Él es mayor. Siempre te cuento a ti desde 1264.
Te pienso y me doy cuenta de que no sé nada de ti. Absolutamente nada. Ni siquiera sé cuándo naciste. La primera imagen tuya, en mi imaginación (ese poderoso instrumento en la mente), es la de un chaval de diecisiete años reventándole el cráneo a un cristiano con una azada. Poco más tenías a mano. Pero tampoco estoy segura de que fuera así. Nunca lo he leído.
No te conozco. Me asusto porque es verdad. No sé quién eres.
—Hoy hablamos de ti —digo, por fin.
Das un respingo y sonríes.
Das un respingo y sonríes.
—¿De verdad? ¿Hablasteis de al-Ándalus?
—No exactamente. Estuvimos hablando del pensamiento del hombre medieval. De cómo veíais el mundo. De cómo era vuestra alma, vuestra concepción de cuanto os rodeaba. Ha sido a partir de un extracto de Dante. Me ha gustado. Siento que ahora os comprendo un poco mejor.
—Me llevo doscientos años con Dante —repones—. Y cuanto él pudiera señalar es preeminentemente cristiano. No veo en qué momento hablasteis de mí.
—Citamos a ibn Sina y a ibn Rushd. Ellos compartían el pensamiento filosófico de los cristianos. No erais tan diferentes, y lo sabes.
—Ya... —haces una pausa. Es como si no estuvieras aquí. Y, en realidad, no estás. No te conozco y eso me espanta. Quizá por eso he empezado esta conversación. En un intento desesperado de que no te marches. No te vayas. Como decía Bécquer: "oh, ven, ven tú"—. ¿Y de qué habéis hablado exactamente? Qué tenían esos grandes pensadores que decirle a Dante.
—Hablamos de cómo, para vosotros, era el proceso de conocimiento. Que todo a vuestro alrededor estaba lleno de alegorías a interpretar. Que las cosas no eran en esencia sino un reflejo de aquello divino a lo que remitían. De cómo entraba el fantasma, el neuma, por las pupilas y se asentaba en el conocimiento después de depurarse de todo lo material. Hablamos del vínculo, al-Ahmar. Hablamos de cómo el abismo es unión al mismo tiempo —me emociono tanto que voy a por mis apuntes para demostrarte que tengo razón. Que te conozco algo... que puedo llegar a entenderte aunque sólo sea un poco. En realidad, lo que tengo son muchas ganas de llorar. Lo que no sé es por qué —. Mira, está aquí escrito. Para vosotros, la vida era como un libro que leer. ¡Un libro! Era un espejo donde ver la maravillosa naturaleza de Dios. Y fíjate en esto. "El camino al conocimiento es inseparable de la mejora personal". ¡De eso también hablaban los tuyos! No es la primera vez que lo leo.
No reaccionas. Y a mi estómago le entra un espasmo de terror. Di algo. Di que tengo razón, que estoy más cerca de ti, que soy capaz de ver el mundo con tus ojos. Pero no. Nada. Silencio. Cierro la libreta y pienso que todo ha sido una estupidez. Entonces coges el vaso de plástico que estaba boca abajo en mi escritorio.
—¿Qué te pareció?
—¿El qué?
—Todo eso. Lo que escribiste ahí, ¿qué te inspiró?
No tardo mucho en responder. Pero sí me tomo mi tiempo para respirar.
—Me pareció hermoso. Muy, muy hermoso. Quise creer, por un momento, que os conocía. Que te conocía a ti —te miro. Me miras. En mi occidentalismo tienes los ojos claros y el pelo oscuro. Y la cara llena de cicatrices. Con ojeras, y los labios cortados—. No sé quién eres. Hoy me he dado cuenta de que no sé nada, absolutamente nada de ti.
—Eso no es cierto —te acercas y te vuelves a sentar en la mesa—. Sabes cómo me llamo.
—¿Y qué? Sólo es un apodo.
—Sabes que no. Di mi nombre. El mío entero.
—Muhammad ibn Nasr al-Ahmar. ¿Y qué? Que sepa tu nombre no cambia nada.
—Nomina sunt consequentia rerum —murmuras, y me sonríes. Tienes una sonrisa bonita. No especialmente perfecta o blanca, pero sí sincera. Y eso es lo más bonito de todo. No puedo evitar reírme y que se me ruborice la nariz.
—Lo has leído.
—Claro que sí. Mi mundo está lleno de símbolos divinos. Sólo tengo que leerlos e interpretarlos.
Te quedas callado y sonriente. Yo siento que dentro de mí el "muelle" se balancea. Me acuerdo de la Plaza de los Aljibes y de la Torre de la Vela, allí donde siempre soplaba el viento. Me acuerdo del blanco Albaicín que nos dejó la historia y de la sierra por la que cabalgamos, libres. "Pueden tener la tierra, este trozo de basura, pero el cielo es nuestro."
Quizá es verdad que te conozca. Sé cosas que hiciste. Sé cosas que pensaste. Y ahora puedo empezar a adivinar cosas que sentiste. Pero aún me queda una duda.
—al-Ahmar.
—¿Qué?
—¿Realmente pensabais así? Todo esto que hemos estado estudiando es propio de hombres de letras y pensamientos floridos. Es más propio de Avani.
—¿Aún no habéis hecho las paces? —me interrumpes, pero yo no te escucho. No quiero que se me olvide aquello que muero por preguntar.
—En clase sólo hemos contemplado un punto de vista, tomándolo por el general. Y sé que es así como se escribe la historia. Sé que no debería planteármelo, pero... ¿pensabas así? Tú, a punto de atravesar el estómago de un cristiano, ¿estabas leyendo algo en el mundo? ¿Qué estabas viendo? ¿Qué felicidad perseguías? ¿Era así de verdad? ¿Podías ver en esas nubes negras el sol que había detrás? ¿Podías ver más allá? ¿Lo hacías tú?
Te pones serio.
Mi imaginación y lo que quiero pensar que es empatía histórica se ponen en marcha. La imaginación es clave para la sabiduría. Pero también provoca el desastre. Y en estos momentos, veo el desastre. Veo un episodio histórico que nadie va a poder contarme. Y te veo a ti, con los puños y la frente manchados de sangre. Si es tuya o no, nunca lo sabré. Sólo hay sangre, sangre y nubes negras que tapan la Última Frontera. Todo es ocre, y hay cuervos que mordisquean los ojos del cristiano que acabas de matar.
Me muero por saberlo todo de ti. Si no lo alcanzo, sabes que me lo inventaré. Lo imaginaré, le pondré cuanta pasión me quepa en el cuerpo. Te veo joven, pero anciano al mismo tiempo. Te veo guerrero, inspiración y coraje para casi todos mis días. ¿Cómo podías estar pensando en la bondad natural de todos los seres humanos con una espada en la mano? ¿Cómo, si acababas de matar?
No lo comprendo.
No lo comprendo.
La sangre va salpicando el suelo. Gotea la tierra de la Última Frontera. Con turbante, con ojeras y con los labios cortados, te vuelves hacia mí. Sonríes, pero estás cansado.
—No lo sé —susurras, y los cuervos casi tapan del todo tu voz—. Ahora ya no lo sé.
—Lo averiguaré por los dos —te digo —. Por ti, y por todos los que estuvieron en la Alcazaba alguna vez.
—Sabes que es la opción menos gratificante de todas, ¿verdad?
—Me da igual —cojo el vaso, dispuesta a repetir el ritmillo de Cups hasta que las nubes de tormenta se vayan de mi cabeza y, si eso, de Madrid —. Tú tampoco eras la opción más gratificante.
Sé que no vas a decir nada más. Así que me queda golpear la mesa y canturrear "when I'm gone, when I'm gone, you're gonna miss me when I'm gone; you're gonna miss me by my hair, you're gonna miss me everywhere, oh, you're gonna miss me when I'm gone."
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