Hace ocho meses que quise romper una pared con la coronilla. Que levanté el lomo, como los gatos, y me tapé con las alas, para que nada me tocase, para que nadie me viera. Pasar pasar este tiempo lo más rápido posible y salir de aquí, huir, correr, volar, saltar puente abajo. No quería volver, porque para mí no era "volver", en el sentido estricto de la palabra. Era más "marcharse" que regresar. Hay tantas cosas que echo de menos, había tantas cosas que me daban miedo...
Mi único motivo para tener nueve meses de sonrisa se toma la molestia de comprarme merienda cuando se lo pido, se pone celoso y se sonroja cuando le digo que siempre será mi compañero de aventuras.
Con las alas delante de la cabeza, no quise ver ni que me vieran. Cuanto antes pase, mucho mejor. Que pase. Y que nadie me toque. "No dejaré que te alcancen", decía hace unos meses. Y casi muerdo las manos que me dieron de comer. Porque todo era un 'no', portazos y colgarle el teléfono al único hombre capaz de pelearse con mi mal humor (qué cerca estuve de morder también sus manos), quedarme sola y sola, reventarme los tímpanos a base de zorras.
Me hice tanto daño, que cuando quise darme cuenta estaba sangrando delante de un espejo. Literal, porque aún tengo la cicatriz. Como en el cuento que escribí, la dama me vendaba las heridas y me decía algo así como "Aro de Plata, deja de hacerte daño; aquí nos tienes, sonríeme".
Y yo no quería. No había naranjos en Levante, ni un rastro Dios, ni un muro tras el que esconderse, ni una columna a la que abrazarse, ni un barranco desde el que observar la tierra, la Frontera, la Última Frontera.
Entonces apareció esa maravillosa fuerza que tiene la tierra. Mi karma, mi fe, mi suerte, mi dios vino a darme capones en la barbilla. Afortunadamente para mí, no fue un guantazo que me pusiera la cara del revés. Sino pequeños golpecitos en los labios, toques, llamadas de atención.
Aparecieron de uno en uno, de repente, y a mí se me cambió la polaridad del cerebro.
Primero, conocí a alguien, totalmente aleatorio, que decidió bautizarme como tubérculo para el resto de mi vida. A mí me dieron ganas de sacudirle un porrazo. Patata, yo. Sí, hombre. Ella se reía, me contaba cosas y me hablaba de telas con flores y de monumentos quemados. Yo le hablaba del sur, de guerreros que cabalgaban con el pelo suelto, y nada tenía demasiada importancia. Hasta que el café semanal se convirtió casi en diario, cuando los hermanos empezaron a molestar, cuando las dos quisimos llorar y supimos que la otra secaría nuestras lágrimas. Ahora no sé dónde voy sin ella. Si no viene conmigo al año que viene, por Dios, me muero. Se secará el huerto que entre las dos hemos plantado en nuestros corazones.
Unos meses más tarde fue un shi-fu, largo como un día sin pan, apasionado de Cruzados y Dioses igual que yo, con la energía por sangre y una eterna sonrisa en la boca. Me enseñó a golpear, a protegerme, y me abrazó tan fuerte que más de una vez volví con moraduras en la espalda a casa. Quería saber lo que yo sabía del Islam, y a cambio él me instruyó en la medicina; compartimos aquellas historias que nos gustaba inventar, conoció quién era exactamente Aro de Plata y me vio en ella, en sus ojos grandes y en sus dientes afilados. Nunca me pidió nada a cambio.
Después, apareció una pequeña cacatúa, con el pelo rojo. Estaba bien, era grata compañía. Pero hace nada, pasó algo. Me la encontré sola, perdida, con ganas de llorar y sin saber exactamente qué a hacer o a quién acudir. "Tenía que hablar contigo", dijo, y se me dilataron las pupilas. El pajarito se refugió bajo mis alas y me habló de todo, de amor y de portazos que yo muy bien conocía, de los celos y de las ganas de salir corriendo. Nunca le pedí nada a cambio. Porque tampoco hizo falta. Con que baile al mismo tiempo que yo bailo, que se ría y que me rasque la barriga cuando estoy preocupada, será suficiente. Porque siento que confía en mí, y la semana que viene va a brillar como ese precioso pájaro del paraíso que es, con una larga cola.
Casi a última hora y con prisa, por razones que yo todavía no comprendo, la casualidad me trajo a un estúpido de color rojo que se parece a mí. Me contó cosas que yo entendí, porque las viví, y viceversa. Cada coincidencia era todavía más ridícula. Y no podía evitar preguntarme dónde había estado todo este tiempo. Quizá, mientras llovía en Sicilia y nevaba en Granada, fuimos a caernos muertos al mismo lugar. Pasa que no lo sabíamos. Igual, al otro lado del muro donde yo me dormí, estaba él con los brazos cruzados y sin saber qué pensar. Si no fuera por la música, dónde estaríamos ahora. No pasearíamos libros pesados como sillares en la espalda.
Una vez más, me equivoqué. Creí que lo adivinaría todo y no sabía ni la mitad. Que este último año en Levante sería otro más, sin pena ni gloria, y me ha dado personas que no quiero perder. Da igual cuánto tiempo hayan pasado en mi vida. Si se van, si ahora desaparecen, lo lamentaría mucho. Me gusta pensar que me quieren. Porque, en algún momento, confiaron en mí. Me contaron algo que nunca contaron a nadie. Decidieron que yo era lo bastante "x" para tener esa información. Confiaron en mí.
Gracias. En realidad me alegro de todo. Porque, sin todo, yo nunca os hubiera conocido.
-Qué amiguitos sois últimamente, ¿no?
-¿¡Y a ti qué te importa!?
Aunque, claro, nunca falta la estúpida que viene a joderlo.
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