Ahmad sintió que el aire fuera del caravanserai se hacía un poco más cálido y levantó la ceja, extrañado. Lo normal con la llegada de la noche era que la temperatura bajase, no que subiese. Escuchó jaleo al otro lado de los muros y ya iba a abrir la boca para soltar alguna maldición en persa, cuando se dio cuenta de que los camellos, los burros y hasta las moscas parecían estar sonriendo. Las piedrecillas se agitaban y el mobiliario parecía bailar al ritmo de una canción invisible.
Ahmad agarró con dos manos su vaso de té.
"Pero, en nombre de Ali, ¿qué dem...?"
Su pregunta retórica se interrumpió cuando las puertas al patio del caravanserai se abrieron de golpe e irrumpieron dentro cuatro personas con cara de estar a punto de vivir la aventura más grande de su vida. Dos chicas y dos chicos. Aunque el segundo de los hombres era más una sombra, un espíritu que les acompañaba e iba hojeando las páginas de un libro y jugando con unos dados que llevaba en la mano. El otro era un personaje alto con una lanza. Una de las chicas era diminuta pero con aspecto de haber abusado del café. La otra, Ahmad no tenía ni idea de qué podía ser.
El caravanserai se agitó entero, como si se hubiese desatado la fiesta más grande de la historia.
Ahmad bajó la vista hasta su libro de presagios y descubrió que se había abierto en la imagen de Dabbat al-Arz, la Bestia de la Tierra. El hombre-lagarto arrugó el hocico. Aquello anunciaba la llegada del Apocalipsis, pero también sentaba las bases del inicio de un viaje.
El mago sintió que le pesaban los años, y echó una mirada desdeñosa al cielo. Sabía interpretar un presagio, maldita sea.
Con la mirada todavía fija en los cuatro recién llegados, que brillaban como la mano derecha de Musa ante el Faraón, se quitó las gafas para limpiarlas y exclamó:
"Yo ya estoy viejo para estos jaleos."
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