7 de septiembre de 2015

Las cosas que yo no quise oír, pero escuché

En cierta ocasión (una de estas en las que el "cuándo" no es importante), salí de una fiesta con el pretexto de ir al baño y cuando caminaba por el pasillo me di cuenta de que iba a hacer una estupidez peliculera, que era echarme a llorar sentada en el retrete. Y a eso me dirigí. El lugar del que me había ido me transmitía sensaciones terribles de ser ignorada dentro de un grupo de ocho personas y de intentar bailar o relacionarme con un éxito nefasto. Así que allí me fui; abrí una puerta, y después otra, y primero hice aquello que el cuerpo me pedía, sintiendo cómo la angustia, el lloro y el alcohol ingerido empezaban a golpearme el esófago como diciendo "vamos a salir". Pero el caso es que no llegué a marcarme una escena digna de Hollywood, sino que la puerta principal del servicio se abrió y escuché una voz llamarme. Una voz que fue una ducha helada en el desierto. Una caricia en el destierro. Alguien había venido a buscarme. No cualquier alguien, pero mantendremos su identidad en el anonimato porque, igual que el "cómo", el "quién" solamente es importante para mí. 
El asunto es que esa persona había venido detrás de mí porque había sentido que yo no estaba bien, y que en realidad no quería ir al baño, sino darme cabezazos contra las paredes. Acertó. Me cogió del brazo y me dijo que íbamos a pasear y hablar. Una vez en el ascensor del hotel, me eché a llorar como una bruta. Y se me pasó cuando se abrió la puerta del tercer piso, pero volvió a darme después de recorrer tres pasillos y concluir que no era buena idea abrir la salida de emergencia por el cartel que decía "cuidado: salta la alarma". 
De modo que nos sentamos en las escaleras y empezamos a hablar. Ninguno de los dos llevaba reloj, así que no sé cuánto tiempo exactamente estuvimos allí. Depende de cómo lo piense me parece una eternidad o me parecen diez minutos. El caso es que lloré mucho y aún así no se me echó a perder el maquillaje. Lloré mucho y me quejé mucho de una situación tan vieja como yo misma. Aquella persona me escuchó a medias, porque el alcohol, como a mí, le provoca verborrea, y además lo de escuchar nunca ha sido nuestro fuerte. 
Dejó que me desahogase de aquella manera y luego intervino. Como un martillo, sin filtros y sin piedad (y de esto no tuvo culpa el alcohol), me dijo palabra por palabra las cosas como eran. Que tenía dejar de lado mi actitud de "estrellita del pop", que acabaría fatal. Que dejase de hacerme la importante y hablar en exceso de mí, de lo que hago o de lo que viajo, de las cosas que me pasan o que me dicen sobre aquello que hago. Que tenía la boca como un buzón de correos y la mantenía constantemente cerrada para decir cosas que al final acababan siendo cargantes, pesadas, insoportables. Y que alrededor, en el círculo de personas que mi acompañante calificó de "mediocres y simples", aquello molestaba mucho. Mis aires de grandeza eran terriblemente insoportables, y por eso me daban la espalda y me mandaban a cagar, no me pedían que me pusiera en las fotos y en general hacían como si yo no estuviera. De todas formas, ¿qué esperaba? No aprendo, y mira que esto lleva pasando años. Que a ver si me espabilaba, porque ni toda la mediocridad y la simpleza justificaban que yo tuviera ese gusto por decir lo brillante que era. La cosa, admitió, es que yo brillaba, que brillo, y que la luz molesta. Pero molesta más todavía que te la pongan en la cara constantemente. Que era cargante, pesada, egocéntrica. Que ya estaba bien. Que para los amigos que se habían esforzado en conocerme y que habían "aceptado mi defecto" no importaba, pero que para las amistades cumplidas de tres días tenía que coserme la boca con hilos de hierro y luego soldarlos para no hablar de más.
"Fíjate en mí", me dijo. "¿Tú me escuchas hablar de mí? ¿De mi carrera, de lo que estudio, de algo aparte de las borracheras y las gilipolleces con mis amigos? No, ¿verdad? Pues aprende."

Mentiría si dijera que acepté todas las críticas de buen grado y con arrepentimiento, diciendo que tenía razón y que era todo culpa mía. Por supuesto que no, soy muy humana y lo primero que hice fue rebotarme, cabrearme porque menudo un consuelo que empezaba por reñirme, que vaya manera de animarme cuando era evidente que lo que necesitaba era un abrazo. Pues aquella persona decidió darme un electroshock. Sería, dijo, mucho más efectivo. Que a ver si me daba cuenta, porque lo que me quedaba por delante era duro e iba a sufrir mucho como siguiera con aquella actitud. Y que para empezar no me estaba regañando, sino diciéndome que era una persona excepcional, y que como tal molestaba a los mediocres de mi alrededor. Lo que pasa es que el asunto se agravaba con mi continuo deseo de llamar la atención y ser aplaudida. Que me gustaba demasiado decir lo buena que soy. Y eso no podía ser; no si yo quería ser feliz, no si me afectaba el rechazo de aquella. 
El caso es que me dolió, como el martillazo que fue. Claro que me dolió, a cualquiera le dolería que le dijeran algo así. Y más si es cierto, porque yo era consciente de cada palabra incluso antes de que mi acompañante las pronunciase. Sabía que tenía razón, y eso todavía me jodía más. Ser consciente de un defecto ya es duro, como para que encima te lo diga alguien de fuera. Ahí el reflejo más humano que yo tuve fue el de cuadrarme y hacerme la ofendida, la terriblemente afectada. Le dije que eso no era manera de consolar a nadie, y él dijo que no quería consolarme. Que lo que quería era ahorrarme sufrimiento. Que aprendiese de una vez.

Vaya un bofetón verbal que me arreó. Me puso las dos mejillas coloradas y todavía me echan humo. Odié escuchar aquello que me dijo. Pero era estrictamente necesario que me lo dijera. Yo tenía que escucharlo ya, y de esa manera tan contundente. De hecho, a la mañana siguiente le di las gracias por su sinceridad y su valentía, por cómo se había atrevido a hablarme y cómo me había hecho reflexionar desde lo más hondo. Vaya si le di las gracias.
Lo único que lamento es haberle dicho que esas no eran formas de consolar a nadie, porque después de todo el melodrama pareció procesar esa idea, y como ninguno estábamos exentos de alcohol acabó llorando porque se sentía culpable.
Cosas que tienen que ver y otras leyendas urbanas. 

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