«Nos quedamos en silencio y nos miramos.
Por mi cabeza pasan miles de frases que tal vez debería decir, pero una suave
voz en mi cabeza me invita a disfrutar del momento sin hablar. Descubro la
profundidad y la magia fluyendo a través de ese puente que acabamos de
construir entre ambos. Y de repente me doy cuenta de que soy exactamente de su
misma altura. Acabo de crecer, física e interiormente. Un soplo de duda me
acaricia el corazón. No estoy seguro de saber lo que eso significa. Humbaba hace
una suave inclinación de cabeza.
Sin que me dé tiempo a reaccionar, una de
sus uñas punza mis orejas a toda velocidad. Pero no siento dolor, tal vez un
leve malestar. Me acaba de perforar los lóbulos, apenas una gotita de sangre se
queda en mis dedos cuando instintivamente me los toco. Humbaba va hasta el
arcón con los bueyes alados de la habitación, lo abre y está un momento
rebuscando.
Finalmente saca un manto de color azul
oscuro, con una cinta de color bronce en el bajo, el cuello y las mangas.
Además, un faldellín azul que yo nunca había visto y un fajín de cuero, que
resplandecen con la luz del sol. Rápidamente mi guardián se deshace de la falda
de oveja que llevo puesta y me coloca las nuevas prendas, que sorprendentemente
se acoplan a mi cuerpo como si ya me conociesen. Por último, sostiene ante mis
ojos un par de pendientes de oro, que son lo más bello que nunca he podido ver.
Me estremezco. Solo Enmerkar lleva
pendientes.
Son dos semicircunferencias que emulan
los rayos divinos de Šamaš. Están divididos
en tres niveles, cada uno adornado con una piedra diferente: cornalina,
lapislázuli y ámbar. La emoción hace que mis labios se separen y se me quede la
boca abierta como si fuese bobo. Incluso se me empañan los ojos.
Humbaba coloca con
facilidad las joyas en mis orejas recién perforadas. Después me acomoda el
manto sobre los hombros, hace un par de ajustes en el fajín y da un paso hacia
atrás. Entonces cierra el puño y lo envuelve con su otra mano. Lanza hacia
delante los brazos y me hace una profunda reverencia que le devuelvo con
torpeza.
—Ya es hora de que empieces a vestir como
lo que eres —dice, y me encoge el corazón el orgullo que creo distinguir en su
voz—. Un príncipe. Es voluntad de An y de Ki. »
(El rey pastor, marzo 2015)
Dos/Segundo
«—No me considero un experto en guardias,
ya que no hemos hecho muchas a lo largo de toda nuestra vida, pero apostaría a
que es importante tener los ojos abiertos.
—No te rías de mí, hermano.
Caleb se sentó junto a su gemelo y le
puso una mano sobre la rodilla.
—Vamos, vamos, hermano. ¿Qué ha sucedido?
—él soltó un gruñido—. Deduzco que tal vez la sinceridad no ha sido tu mejor
aliada. ¿Se lo has dicho? —Calai asintió, sin quitarse las manos de la cara. Su
hermano contuvo una risilla—. Vaya por Dios. Bueno, podría haber sido peor.
Podría haberte… golpeado. Tiene desde luego más fuerza que tú, hermano. Pero,
dime, cuéntame algo —se acercó a su oído y musitó—: ¿La besaste?
Calai levantó la cabeza, se pasó los dedos
por el pelo y después se los llevó a los labios. Su gemelo esperaba,
expectante. Finalmente, contestó:
—Sí —su hermano soltó una exclamación de
júbilo—. ¡Cállate, Caleb!
—¡Bravo, hermano! —él le dio varias
sonoras palmadas en la espalda—. ¡Bravo por tu repentino ataque de valor! ¡Qué
orgulloso estoy de ti!
—Por mi repentino ataque de estupidez
—corrigió Calai. Soltó un gemido de angustia—. Hermano, ¿qué voy a hacer? Tendré
suerte si sigue mirándome a la cara…
—Bueno —Caleb le pasó la mano por el
hombro y esbozó una cariñosa sonrisa—, estoy convencido de que no es para
tanto. Además, poco importa. Has de saber una cosa, Calai. De todos los amores
que hay en este mundo, de todos aquellos con los que te puedas encontrar en tu
vida, nadie, te repito, nadie va a quererte como te quiero yo.
Él se rió, con esa risa de alivio que tan
bien su hermano conocía. Desafió a su gemelo con la mirada.
—¿Más incluso de lo que me quiere nuestra
madre?
—Ella no te conoce ni la mitad que yo. He
visto lo mejor de ti, y también lo peor. ¡Y aún así me voy de viaje a buscar
dragones contigo! ¡Mira dónde he acabado! En medio de una tormenta divina y
oscura. Oh, hermano. Si esto no es amor, no sé qué puede ser.
Calai soltó un par de carcajadas con
suavidad.
—¿De qué te ríes?
—De que estás equivocado, hermano.
—¿Lo estoy de veras?
—Lo estás de veras —se tomaron por el
hombro y se quedaron un momento así—. Gracias, hermano. Y no temas, que por más
amores que existan, a pesar de todos los que me encuentre en la vida, tu
siempre serás el primero en mi corazón. »
(El guardián del sol, abril 2013)
«Entonces, se escuchó un trueno lejano. Vale
giró la cabeza. Efectivamente, como había dicho el capitán, un perpetuo círculo
de tormentas rodeaba la isla. Allí estaba, como un cinturón de borrego gris.
Pero parecía mucho más separado de la isla de lo que la chica había pensado.
Paseó los ojos un momento. Los rayos iluminaban las nubes por dentro, pero no
vio ni un solo dragón.
—Qué destrozo —refunfuñaban los pescadores detrás de ella—. ¿Habéis
visto la vela? El mástil no se ha partido de puro milagro. Nos han pasado cerquísima.
¿Alguien lo ha visto? Era rojo, os lo juro. Rojo… no sé, naranja. Esa cosa ha
pasado demasiado cerca.
Ni un solo dragón en el horizonte. Vale se
sintió un poco decepcionada.
Cruzó los brazos y arrugó la nariz.
De pronto un pájaro pasó volando por encima
del barco a una velocidad de vértigo; tal, que todo el buque se bamboleó. Vale
no pudo verlo bien, pero se sorprendió.
“¿Era un búho?”
Teo contempló extasiado la verde extensión
que se ofrecía a la vista y ni siquiera se fijó en el pájaro. Nueva vida,
nuevas oportunidades. Y, sobre todo, tierra firme. Sus pobres rodillas
temblorosas no podían esperar a pisar el suelo.
Uno de los marineros subió de la bodega.
—Parece que no hay
daños importantes en el casco, capitán.
—Ya es un alivio.
Esos dragones no estaban hoy de buen humor, bestiajos malignos. La Diosa sabrá
lo que les pasaba. Nunca había topado con una tormenta tan fuerte. Señores, de
verdad llegué a pensar que no lo contábamos.
—No sabía que
hubiera dragones en Iri no Bajesi —comentó Vale, apoyando la barbilla en el
pasamanos.
—Hay dragones en
todas partes, niña.
—Eso no es cierto —replicó Teo—. No quedan
dragones en el Gran Continente.
El capitán se rió.
—Muchacho, que tú
no puedas verlos no significa que no existan. »
(Ovejas en las nubes, mayo 2009)
Cuatro/Cuarto
«—De verdad eres increíble.
Yago levantó la vista con los carrillos llenos. Tragó ruidosamente y
sacudió el cuello. Después lo miró con una tierna sonrisa.
—No creo que sea más increíble que tú, Éji.
—Depende de cómo lo mires, yo no puedo volar.
—Depende, en efecto, del punto de vista; yo tampoco puedo —los dos
profirieron alegres carcajadas—. Pero, ¿a qué te refieres con que soy increíble?
—No lo sé —se balanceó en su asiento circular, con un pie apoyado en
uno de los pilares de madera del establo—. Quiero decir que, bueno, eres tan
diferente de todos los que conozco… Tú nunca protestas por nada, siempre estás
sonriendo. Y además tienes alas, cuernos, colmillos, y escupes fuego. ¡Eres lo
más parecido a un dios aquí!
—¿Tú crees? —Yago ladeó la cabeza, poco convencido.
—Has nacido con una condición casi divina y, sin embargo, te conformas
con un asado malísimo y frío, un par de paseos por los acantilados y un amigo
de raza humana —Éjickat miró por la ventana. Desde su asiento podía ver el
bosque sagrado—. De verdad que no te entiendo. No sé cómo soportas la monotonía
de todo esto.
El dragón meneó la cola de un lado a otro. Observó a las ovejas, todas
juntas en su espacio vallado, y le parecieron tan bonitas. Una familia de blancos,
grises y negros que a menudo se entremezclaban. Le encantaban las ovejas, los
paseos por los acantilados y la comida, siempre que se la traía Éjickat. Y,
desde luego, le gustaba Éjickat. Era lo que más le gustaba del mundo.
De modo que así se lo dijo. Yago nunca tenía problemas para decir lo
que pensaba.
—Tú eres lo mejor que tiene la isla, Éji —concluyó. Se acercó y se sentó
sobre los cuartos traseros, frente a él. Cerró los ojos y sonrió —. Sin ti, ¡todo
esto apenas tiene sentido!
Éjickat sintió que el pañuelo le apretaba y que tenía calor en la cara.
Balbuceó un par de palabras incomprensibles.
—Yago…
—A fin de cuentas, eres mi mejor amigo —asintió el dragón—. ¿Qué puede
haber mejor que eso?
El muchacho, a pesar de su rubor, sonrió tímidamente. Apoyó el pie que
tenía colgado en la frente del dragón y empujó con fuerza. la criatura salió
despedida hacia atrás con un fingido gruñido.
—¡Deja de decir tonterías sentimentales, que acabo de comer! —exclamó
entre carcajadas—. Mejor piensa en lo que quieres hacer esta tarde. Con la que
va a caer, me parece que será mejor no moverse de casa.
Ambos se acercaron a las ventanas. El estómago de Éjickat se encogió
cuando se encontró con la imagen del bosque sagrado. Los árboles parecían a
punto de enseñar sus raíces y destrozar la tierra. Todo se estaba volviendo negro
por las nubes. Ramas y hojas secas se chocaban contra todo lo que se interponía
en su camino. Pero no hacía caído ni una gota de agua.
— A lo mejor no llueve —comentó Yago.»
(Rizos de espuma, marzo 2011)
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