Es como si hubiera una humareda encima de su cabeza, que muestra un recuerdo, un sueño. Quizá las dos cosas. Con la música de los tambores, ella cae en trance y se duerme, pero los demás pueden ver exactamente las imágenes que pasan por su mente.
Hay una playa. No se sabe si atardece o anochece, pero la luz es tornasolada como la piel de sus escamas. Se refleja en ella, haciéndola parecer de bronce. Qué paradoja. Le brillan las pupilas cuando ve el mar. Echa una mirada extasiada para atrás, compartiendo su felicidad, como si no pudiera creerlo. No está sola. Le acompaña una figura encapuchada, que ante su cara de reptil sorprendido se encoge de hombros, le señala el horizonte donde está el sol, la invita a disfrutarlo.
Ella ruge, levanta la cola y echa a correr por la orilla. Las olas le salpican las patas, mojan su alegría. Las salta, da vueltas sobre sí misma, planea sobre la arena, rueda con una explosión de felicidad. El olor a sal, el sonido de las gaviotas y del mar, todo se adhiere a su cuerpo y en un momento cierra los ojos. No quiere que se le olvide, nunca.
El encapuchado sonríe, con ternura, y se sienta en la arena, para verla jugar. Ella se pone derecha y corre a su lado. Le hace un par de mimos, le golpea la espalda con el hocico. Al principio él se niega, no va a levantarse, pero el dragón es tan fuerte que casi lo tumba de boca en las suaves dunas. Se pone de pie, le da una patada a la arena para salpicarla, pero ella salta con una carcajada. Corre hacia la orilla y él, contagiado de felicidad, va detrás de ella. Entonces, el dragón sí se siente en el culmen de la dicha.
Juegan juntos, corren y saltan, parece que no pasa el tiempo. El sol sigue emitiendo la misma maravillosa luz tornasol. El dragón le empuja, él intenta escaparse, se tropiezan y se levantan, se salpican agua. Son felices, porque alguien quiere dejarles un rato. Un momento eterno al lado del mar.
Las olas rompen con más fuerza cuando él levanta el brazo. Sabe que puede, y alza paredes saladas de hasta tres metros, sólo para ella. Ruge de contento, él se ríe. Qué pocas veces se escucha esa melodía entre paredes de piedra. Todo es lo que debe ser.
Entonces, con un rayo de sol, el cuerpo del dragón estalla en luz anaranjada. Como un nuevo sol sobre la arena. Sopla el viento, un viento que le quita la capucha al chico; se tapa para que ese resplandor no le ciegue. El dragón se levanta en el aire, echa la cabeza para atrás y ruge. Cuando baja al suelo, ya no es un dragón, sino una joven de cabello negro, rizado, y ojos verdes. Sus pendientes plateados relucen con el sol, que sigue quieto.
Se miran un momento, y esta vez es ella quien se encoge de hombros, con una carcajada. Él hace amago de volver a cubrirse con la capucha, pero las manos de ella lo detienen. Arque la ceja y él deja caer los brazos. levanta las palmas, está bien, le dice con los ojos. Y ella rompe a reír, haciéndole sentir la persona más afortunada del mundo.
Corren otra vez por la arena, con el mar estallando con su alegría, siguen jugando a saltar las olas, cogidos de la mano. Ruedan por la arena y hacen lo imposible por que el otro no se levante, se salpican otra vez, se ríen. Aún así, con otra forma y con esas quemaduras, siguen siendo felices. Muy felices. Ninguno sabe por qué.
Se detienen en la orilla, jadeando, uno al lado del otro. Él se apoya en las rodillas para recuperar el aliento. Ella extiende los brazos y ruge, como buenamente le permite su humana garganta. Él rompe a reír y se acerca un poco más. Ella se da la vuelta, se queda frente a él y sonríe. Sus ojos verdes brillan tanto como el sol. Él acaricia su cara sin cicatrices, sin marcas, y bucea en esas pupilas; es como si no vieran el estigma que a él le mancha la piel. No lo ve. No le importa. Desde luego, es el más feliz del mundo en este momento. El más feliz.
Ella se ríe otra vez, incapaz de mantener la seriedad durante unos minutos, y se cogen muy fuerte de las manos. Juntan frente con frente y se miran, con los ojos más brillantes que el propio sol. Les duelen los músculos de sonreír, ¿no habrá otra manera de expresar esta alegría? ¿Algo más grande, más intenso? Todo su cuerpo es felicidad. Felicidad, qué bonito nombre tienes.
Él ladea levemente la cabeza, ella entrecierra los ojos. A un centímetro de que sus labios se junten, todo se esfuma.
Porque, al final, sólo era una humareda encima de su cabeza. Un recuerdo, un sueño. Quizá las dos cosas.
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