26 de marzo de 2012

Río abajo, y me daré la vuelta

Cosas que no te imaginas haciendo, se pueden contar a puñados. Con un ejercicio mental, es fácil ubicar tu cara y tu cuerpo en la acción; pero vamos, que no lo crees posible dentro del marco de tu vida. Pues a veces tu propio cerebro, tu propio cuerpo, te sorprenden. Muy agradablemente. 

Nunca me hubiera imaginado a mí misma subida a unos esquís y bajando por una pendiente de nieve, sola, con la nieve golpeándome la cara, un traje de lunares de colores y unas orejas de panda que cumplieron maravillosamente su función. Y todo porque, en esta vida, es muy recomendable estar disponible a todo tipo de experiencias. Vamos a subir a la Sierra, ¿te vienes? ¿Por qué no? Seguro que será divertido. Vaya que sí lo fue. Fue divertidísimo, y las consecuencias dolorosas las estoy sintiendo ahora, en mis gemelos (que ya no existen, se han convertido en leyenda). 
Me gusta esquiar, me gusta mucho. La adrenalina es casi indescriptible, es fuerza, es sentir el frío de la tierra, es deslizarte por ella casi pidiendo permiso, recorriendo la montaña con los pies. Es como patinar, me dijo un agradable maestro, y me di cuenta de que no era tan complicado. A pesar de que casi me mato al descender por el Río. Un río congelado que se convierte en pista cuando nieva. De categoría azul, que para ser el primer día no está nada mal. Mientras bajaba, cada poco me daba la vuelta para ver lo que había hecho. Y daba un grito. "¡No me lo creo que lo haya hecho! ¡No me lo creo!"

Hacía falta poco para alegrarme tanto. Sobre todo, porque en mis tierras levantinas la nieve no se lleva, y cuando di un salto del telesilla y me detuve bajo el cielo negro, alcé la vista y vi los copos cayendo a mi alrededor y sobre mi nariz. Por dentro, me reía. Felicidad pura. Nevaba. Estaba nevando. La última bajada en verde y la hice nevando. Y casi a ciegas, porque la nieve me empañó las gafas, pero fue genial. El propio cuerpo se te descontrola segundos antes de frenar, aparece el miedo, la tensión, como si fueras a llegar a tiempo de clavar la cuña. Pero lo consigues, respiras hondo y tu corazón rebota entre las costillas con alocada felicidad.

"Los sueños no se hacen polvo", dice Adam Young. Tampoco se hacen nieve, me quiero reír yo. Nieve, nieve blanca encima y debajo de mí. Y la montaña, la imponente montaña, mi familia surfeando el hielo a mi lado, musiquilla dentro de mí y una voz que me dice "lo tienes, Drenk, ya lo tienes".

Quizá lo mejor de esquiar es que el año que viene podré volver con el tomate, y bajaremos los dos juntos. Lo eché muchísimo de menos, y casi me sentí culpable, porque él adora bajar pendientes sobre tabla, y este invierno no pudo. No pasa nada, el siguiente invierno será más frío, habrá más nieve y lo pasaremos mejor los dos juntos. Me imagino el cuadro y me sale reírme. De un salto, de un quiebro, de un giro, de caer los dos sobre la nieve, y "otra, otra, la última". Digamos que volver con él es algo que tengo que hacer. Prometido. Igual que le prometí a mis primos que esquiaría el año siguiente.
Llevaré mis orejas de panda. Mamá, es el mejor regalo que me hiciste estas Navidades.








Cosas que tienen que ver, hoy estoy extraña. Intento acordarme de las cosas que viví y no lamentarme de las que no hice, pero me cuesta un poco. Tengo la extraña sensación de que por aquí pinto poco. Serán las ganas que tengo de volver a casa. Mañana, en unas horas, ya, esto se me ha pasado.

Mis destrozadas piernas y yo nos arrastramos a la ducha, mientras sigo escuchando todas las cosas que son brillantes y bonitas.

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