Ayer ocupé el que será definitivamente mi asiento para los próximos tres o cuatro años en la oficina, y la verdad es que me sentí bien y mal al mismo tiempo. Mal, porque estaba ocupando el sitio de Valentina, a la que desde luego vamos a echar mucho de menos. Ya la estamos echando de menos, y eso que solo hace cuatro días que se marchó. Pero bien, porque es un lugar que ella escogió para mí y que, como ya han dicho muchas personas, es el mejor sitio de la oficina.
Esta tarde, hacia las cuatro y diez (como la canción), la luz ha empezado a escaparse, porque se acerca Yalda y aquí cada vez hay menos horas de sol, y he levantado la cabeza del libro para mirar por la ventana. Lo mejor que tiene este escritorio es que puedo ver el mar sin tener que ponerme de pie, basta con que me gire a la derecha. Todavía no había encendido las luces de la habitación y los reflejos de las nubes se desdibujaban sobre las olas, que hoy están especialmente activas, porque hace un viento de narices. He visto el mar, su superficie picada, y las luces al otro lado de la orilla, en la pequeña lengua de tierra que creo que es Buddon, si no me he equivocado leyendo el mapa.
Ha sido como mirar hacia el futuro, porque preveo que van a pasar muchas cosas en este asiento, dentro de estas paredes, en este pueblo pequeño. Vendrán días tan oscuros como el que ahora mismo nos envuelve, y apenas son las cinco de la tarde. Y vendrán horas terribles acompañadas de horas magníficas. Puedo adivinarlas en el futuro.
Pero siempre, en todo momento, yo podré volver la cabeza y perderme en el espejo del mar. Y a cierta parte de mi alma, de mi corazón, le ha enternecido este regalo de la vida, que me permite escaparme con los ojos sobre la superficie agitada y sus luces al fondo. Todo irá bien, mientras yo pueda ver el mar.
Ha sido una buena idea quedarse en la oficina esta tarde.
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