Qué maravillosa invención, qué mística criatura, qué hermosísima fuerza es la música. Apostaría mi pobre sueldo de historiadora del arte, si lo tuviera, a que cualquier tribu de traza indoeuropea aprendió a cantar antes que a hablar. Porque yo fui niña, y las grabaciones y las fotos me recuerdan que mi cuerpo se decantó primero por dar golpes al ritmo de las canciones de mi madre, mucho antes que por preocuparme de llamarla. Ya todo era cuestión de ritmo en aquel momento.
Qué increíble, qué poderosa, la música.
Me declaro un producto completo y evidente de la generación Disney. Toda mi infancia (y así seguimos) estuvo marcada por unas películas en las que las cosas más importantes, más intensas, se decían cantando. En que la música era la que te llevaba hacia un sitio o hacia otro. Cuando los protagonistas no encontraban el valor para hablar, siempre podían cantar. Eso tenía sus ventajas. Soy una persona con mucha memoria; cada canción, cada estrofa y cada estribillo quedaban en mi mente con una vez que las escuchase. Y yo las repetía, las repetía, las escuchaba en el coche, las cantaba con mis padres. Ahora las canto con mis mejores amigos, con mi estupenda pareja (una de las cosas que más tengo que agradecerle son esos momentos en el coche, al grito de sé que llegaréééééé, ése es mi destinooooooo), las sigo cantando con mis padres, con mis pequeños lobos. Y mientras las perpetuamos, mantenemos el bello mensaje que nos quisieron transmitir. Porque es cierto, con las canciones viajaban las palabras más bellas. Lo más intenso, lo más profundo. Y nosotros las memorizábamos, las interiorizábamos, y las reproducíamos después. De ese modo, la cadena no termina.
No se trata únicamente de las canciones de Disney (como concepto), o de las bandas sonoras de las películas que tienen letra. En general, cualquier canción con una letra es capaz de transmitir algo que no puede una conversación. Es verdad que cuando no nos atrevemos a decir algo, lo escribimos. Ahora con la mensajería instantánea, los correos electrónicos, las cartas. Pero siempre por escrito. Tal vez porque una puede pensar exactamente lo que quiere escribir y corregirlo si se tercia.
Pero las canciones, como ayer decía el excelente músico Steven Wilson, cuentan historias. Quizá eso sea lo más maravilloso de todo. Y no siempre es necesaria la letra. Ayer, durante un maravilloso concierto, con los ojos cerrados recordaba los ejercicios que de niños nos hacía la profesora de música. Teníamos que dejarnos llevar por la melodía y dibujar. En mi mente, la flauta era una serpiente, o quizás un pájaro en un bosque nocturno, en silencio. La percusión era un desfile de guerreros a caballo. Los cánticos eran llamadas, los clarinetes eran lobos y búhos, la guitarra una andaluza con un traje que la hacía volar, y los jardines perdidos de la Alhambra.
Ayer volvió a pasar, de hecho. Si alguno conoce a Steven Wilson sabrá que sus canciones no tienen demasiada letra. Tampoco les hace falta. Los músicos que ayer estaban sobre el escenario eran esa clase de gente que tiene un don especial. Que puede lo que otros no pueden. Que es capaz de transmitir y generar la magia que no todo el mundo es capaz. Y nosotros tenemos la increíble oportunidad de presenciarlo y escucharlo.
Haré un pequeño paréntesis aquí. Por una maravilla que nunca creí que vería, pero la vi. Ayer, sí, qué sorpresa. Más que un paréntesis, se trata de una dulce pregunta retórica. ¿Cómo de desesperado tiene que estar un hombre como para capturar un cuervo y pedirle que cante? ¿Cómo de hundido en la tristeza y rozando la locura, como para suplicarle al cuervo que, por favor, por favor, cante? Please, sing. Please. Por favor, canta. Por favor. Canta y tráemela de vuelta.
¿Cómo? Y cómo es posible que uno de los animales más estigmatizados y con una de las peores voces de todas (recordemos la zorra y el cuervo, fábula atribuida a Esopo) sea capaz de evocar, con su canto, el recuerdo vivo de una persona que ya no está. La música. Es la respuesta y la perdición, el dolor y el alivio. Solo, por favor... canta. La echo tanto de menos.
La música es el regalo que cualquier dios le ha hecho a nuestra especie. Es la maravilla inmaterial con la que el alma se transporta, se eleva, se hunde, se hincha y se desploma. Todos, no importa cuál sea nuestra preferencia o nuestro gusto, tenemos esa canción concreta, esa que es especial (o esas, en mi caso la lista no se acaba) y que siempre está a tiempo para alegrarnos la vida.
Y cantar... oh, lo que es cantar. Andrés Suárez tiene un verso que es como para erizar el vello del más aguerrido que dice he oído cantar a mi madre cuando aún yo no podía. Puedo identificarme totalmente con esas palabras. Yo también he escuchado a mi madre cantar, cantarme siempre. Y con ella me lo digo todo cuando entonamos Uno queriendo ser dos en la cocina. Yo no sé tocar ningún instrumento, pero adoro a los amigos que pueden hacerlo. Uno de ellos me ha hecho llorar con su piano, más de una vez.
Y adoro a los amigos que, sepan cantar o no (yo tampoco sé), se unen a mis gritos, en una playa, con los brazos hacia arriba y el viento colándose por debajo de la ropa. Ya sea a ritmo de creo que ya he estado aquí, eres la del cuerpo de flores o preparaos. Mis propios personajes tocan música en las habitaciones de mi cabeza. Avani toca el laúd. Al-Ahmar es como yo, y eso me consuela. No toca, sólo cierra los ojos y escucha con el viento.
Me estoy yendo del tema.
Qué belleza, qué regalo, qué increíble la música.
Qué inexplicable ese sentimiento de dar saltos frente a un escenario, de estar borracha y levantar las manos mientras gritas, de acurrucarte en casa y llorar, de hacer el payaso por la calle, de recordar. Todo eso, con la música. Y qué maravilloso ser parte de la música y transmitir aunque sea una sonrisa con tu voz. Y eso que yo no sé cantar, pero siempre me han dicho que soy muy expresiva. Cosas que tienen que ver.
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