—¡Avani! —el
estruendo se escucha por toda la habitación. No ha salido el sol. El sultán
rojo irrumpe con tal fuerza que la madera golpea la pared—. ¡Avani, despierta!
—En
el nombre de Dios, Muhammad, cállate —gruñe el filósofo, que se cubre
la cabeza con la almohada.
—¡Pero
qué que me calle! ¡Levanta! —al-Ahmar le arranca la sábana de un tirón y
abre la ventana con un nuevo golpe. Avani deja escapar otro gruñido.
—¿Es
necesario que destroces la casa?
—¡Ponte
de pie! —sigue al-Ahmar, que le quita la almohada.
—Dios
mío, bendita tu paciencia y las horas de calma que tu oración me proporciona —murmura
Avani muy deprisa y entre dientes—. Joder, Muhammad, ¿quieres dejar de dar
voces?
—¡Arriba,
filósofo! —él le tira la tela enrollada del turbante y le acierta en la
boca—. Ya tendríamos que haber salido. ¡Nos va a coger todo el calor!
—Pero
qué rápido te voy a mandar a la mierda hoy, Hamudi... —el persa se
incorpora y apoya la espalda en la pared.
Al-Ahmar
se pone las manos en las caderas justo en la ventana. La luz del amanecer sale
por su espalda. El efectismo y el teatro del sultán solo consiguen que Avani
arquee la ceja. La sonrisa del Rojo se convierte en una carcajada.
—Vaya
con el que se levanta al alba para sentir la energía de un nuevo día que nos
manda Dios. ¡Venga, arriba, rata delgada! ¡Sal de la cama o te saco a palos!
Avani
agarra una de sus zapatillas y se la lanza al-Ahmar, que la atrapa sin
problemas.
—¡Cállate
ya, Muhammad! —le grita.
Él
vuelve a reírse.
—Qué
romántico te pones por las mañanas, me tienes loco —cruza los brazos sobre
el pecho y cambia ligeramente su expresión—. Me da igual las veces que maldigas
mi apellido, necesito que te levantes. Tenemos por delante un largo día.
Salimos de viaje.
Avani
deja de rascarse la cicatriz de la cabeza y levanta la barbilla.
—¿Cómo
de viaje? ¿Y dónde vamos? ¿Por qué no me lo dijiste anoche?
—Yo
tampoco lo sabía —al-Ahmar se deja caer en el alféizar—. Me acabo de enterar. Me
he vestido y he venido a sacarte de la cama. ¿No se supone que eres tú el que
siempre se despierta antes que yo?
Avani
resopla y empieza a colocarse el turbante.
—Tengo
insomnio. Entonces, ¿dónde vamos? ¿Qué tengo que llevar? ¡Podrías haber empezado
por ahí en lugar de darle golpes a las paredes!
—Tenemos
prisa. Pensaba explicarte por el camino. ¡Venga, levanta! Ponte las botas, date
agua en la cara y baja. Voy preparando los caballos. ¡Como tenga que esperarte más
de tres minutos, me voy sin ti, te lo advierto! —el nasrí sale por la puerta y su voz se va
quedando en el aire del pasillo.
—¡Pero
qué poco te soporto! —gruñe Avani, poniéndose de pie—. ¿Caballos? ¿Es que no me
vas a decir si quiera dónde vamos?
Al-Ahmar
aparece de nuevo en el umbral y arquea muy rápido las cejas.
—Adivina
—Avani le lanza una mirada que podría traspasar el metal—. Nos vamos al siglo
XIX.
El
filósofo ladea la cabeza.
—¿Sin
más?
—Sin
más —repite al-Ahmar, poniéndose la mano en el pecho.
—Entonces
sí que es verdad que tenemos prisa.
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