17 de julio de 2015

Ahora tenemos prisa


—¡Avani! —el estruendo se escucha por toda la habitación. No ha salido el sol. El sultán rojo irrumpe con tal fuerza que la madera golpea la pared—. ¡Avani, despierta!
—En el nombre de Dios, Muhammad, cállate —gruñe el filósofo, que se cubre la cabeza con la almohada. 
—¡Pero qué que me calle! ¡Levanta! —al-Ahmar le arranca la sábana de un tirón y abre la ventana con un nuevo golpe. Avani deja escapar otro gruñido.
—¿Es necesario que destroces la casa?
—¡Ponte de pie! —sigue al-Ahmar, que le quita la almohada.
—Dios mío, bendita tu paciencia y las horas de calma que tu oración me proporciona —murmura Avani muy deprisa y entre dientes—. Joder, Muhammad, ¿quieres dejar de dar voces?
—¡Arriba, filósofo! —él le tira la tela enrollada del turbante y le acierta en la boca—. Ya tendríamos que haber salido. ¡Nos va a coger todo el calor!
—Pero qué rápido te voy a mandar a la mierda hoy, Hamudi... —el persa se incorpora y apoya la espalda en la pared. 
Al-Ahmar se pone las manos en las caderas justo en la ventana. La luz del amanecer sale por su espalda. El efectismo y el teatro del sultán solo consiguen que Avani arquee la ceja. La sonrisa del Rojo se convierte en una carcajada.
—Vaya con el que se levanta al alba para sentir la energía de un nuevo día que nos manda Dios. ¡Venga, arriba, rata delgada! ¡Sal de la cama o te saco a palos!
Avani agarra una de sus zapatillas y se la lanza al-Ahmar, que la atrapa sin problemas.
—¡Cállate ya, Muhammad! —le grita.
Él vuelve a reírse. 
—Qué romántico te pones por las mañanas, me tienes loco —cruza los brazos sobre el pecho y cambia ligeramente su expresión—. Me da igual las veces que maldigas mi apellido, necesito que te levantes. Tenemos por delante un largo día. Salimos de viaje. 
Avani deja de rascarse la cicatriz de la cabeza y levanta la barbilla. 
—¿Cómo de viaje? ¿Y dónde vamos? ¿Por qué no me lo dijiste anoche?
—Yo tampoco lo sabía —al-Ahmar se deja caer en el alféizar—. Me acabo de enterar. Me he vestido y he venido a sacarte de la cama. ¿No se supone que eres tú el que siempre se despierta antes que yo?
Avani resopla y empieza a colocarse el turbante.
—Tengo insomnio. Entonces, ¿dónde vamos? ¿Qué tengo que llevar? ¡Podrías haber empezado por ahí en lugar de darle golpes a las paredes!
—Tenemos prisa. Pensaba explicarte por el camino. ¡Venga, levanta! Ponte las botas, date agua en la cara y baja. Voy preparando los caballos. ¡Como tenga que esperarte más de tres minutos, me voy sin ti, te lo advierto! —el nasrí sale por la puerta y su voz se va quedando en el aire del pasillo.
—¡Pero qué poco te soporto! —gruñe Avani, poniéndose de pie—. ¿Caballos? ¿Es que no me vas a decir si quiera dónde vamos?
Al-Ahmar aparece de nuevo en el umbral y arquea muy rápido las cejas.
—Adivina —Avani le lanza una mirada que podría traspasar el metal—. Nos vamos al siglo XIX.
El filósofo ladea la cabeza.
—¿Sin más?
—Sin más —repite al-Ahmar, poniéndose la mano en el pecho.
—Entonces sí que es verdad que tenemos prisa.

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