23 de diciembre de 2018

Cuando se está bien

Qué bien se está cuando se está bien. Qué bien estoy, debería decir, cuando estoy bien. No hicieron falta más que doce horas (igual menos, porque afortunadamente no llevo la cuenta) bajo el sol para que se me quitaran las brumas del norte de la cabeza y el sol mediterráneo calentase mis huesos; unos huesos que el frío insular estaba congelando por dentro. 

Ayer estaba sentada en una terraza al sol, más a gusto que nadie, con una copa de vino y acompañada por dos de las personas a las que más quiero en este mundo. Y después, aquella noche, estuvimos de fiesta para otra persona muy querida. Y he paseado, también al sol, para ir a buscar a mi persona en particular. Cuando caminaba con Sombra por el río, me di cuenta de que me sentía en paz. De que estaba bien y de que había echado de menos muchas cosas. De algunas de ellas llegué a renegar en algún momento, y me dio risa en lugar de vergüenza. 

No es que todas mis preocupaciones se hayan evaporado, pero sí se han diluido en un grado bastante notable. Y todo es porque estoy en casa; en la que todavía es mi casa. Y me noto más tranquila, más calmada, más en paz. Y me da bastante más igual todo lo que hace una semana parecía que me inquietaba. 

Quería escribir mucho más, pero la verdad que es mi padre ha cambiado la música y me ha hecho quedarme con él más de lo que yo tenía planeado, así que se me ha ido de la cabeza. 

Pero estoy bien, vaya si estoy bien.

Ah, y que papá se acuerde de mí con canciones de viaje es algo que siempre me dibuja una sonrisa. Porque, independientemente de lo que haga en general, yo siempre estaré de viaje. De aquí para allá, dando saltos por una geografía (visionaria) infinita. Porque aunque han pasado muchos años, parece que sigo siendo Rewend, como si aquel tatuaje en la arena hubiese traspasado mis dedos y se hubiese quedado en mi piel.
La verdadera esencia, aquello que soy. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario