Hace muchos años que no escribo una entrada decente para despedir el año. En 2014 no estaba para nada, ni siquiera para sentarme a hacerle agujeros al teclado. En 2013 hice una terrible adaptación de Let it go de Frozen, de la que ahora sinceramente me arrepiento, porque no la soporto. En 2012 estaba enfadada y dolida, pero sinceramente, no recuerdo por qué. Tal vez eso es bueno. Tal vez no lo es. En 2011 ni siquiera se me pasó por la cabeza escribir algo.
Y creo que hoy, que tengo tiempo, es un buen momento para escribir otra vez.
2015 ha sido un año que ha resultado bastante confuso. Tanto, que no sabría sacar un balance positivo o negativo de estos doce meses. Por supuesto, si me baso en necesidades básicas, el resultado no puede ser mejor, ya que ahora mismo estoy sentada en el salón de mi casa y todo lo que me rodea es simple y llanamente todo lo que yo necesitaba tener cerca para sentirme bien. No obstante, tal vez el mejor repaso al año fuese contar desde el principio.
Al inicio estaba en Londres, y mi Nochevieja fue bastante extraña, como arrastrada por una corriente que no me hizo exactamente infeliz, pero tampoco fue la fiesta de mi vida. No estaba donde quería, pero pensaba que debía quedarme por un bien mayor, por mi objetivo vital, que a día de hoy sigue siendo Simurgh, aunque los caminos se hayan cuadruplicado y los obstáculos no dejen de crecer delante de mí. Enero fue un mes que empezó (o quiso empezar) inyectándome la energía que yo ya estaba perdiendo; como una herida abierta, mis ilusiones me abandonaban a la rutina y la infelicidad del día a día, y eso me quemaba por dentro. Muy despacio. Aunque en enero dejé de trabajar para una marca de ropa, y eso la verdad es que fue un alivio y un consuelo al mismo tiempo. Me gustaba trabajar en cafetería; me gustaba mucho. Tuve una gran suerte con mis compañeras y mi jefa, y mi lugar de trabajo, y aunque después de marcharme no me he portado de manera del todo elegante, sé agradecer dentro de mí las horas que el café me alegró la vida. Con todo. Me encantó Pimlico Fresh y su universo de delantales negros y manchas en las muñecas.
Después apareció la posibilidad de hacer la tesis, apareció HLK y Zurich, Suiza, y todo un mundo de mandar correos a congresos y volver a crecerme en el campo profesional, pensando que podía servir para esto de alguna manera, de la que fuese. Y sufrí mucho tomando la decisión, y aunque ahora siendo que es la correcta, sé que en mi interior nunca dejaré de preguntarme qué hubiese pasado si hubiera dicho que no y me hubiese centrado en la Reina de los Cielos, como en realidad quería hacer. Imagino que nunca lo sabré.
Esa Reina de los Cielos que gracias a una persona resucité de entre los muertos y convertí en una página, una plataforma de Blogger donde escribía sobre Mesopotamia y Persia, y que poco a poco (muy poco a poco) ganaba seguidores, ganaba lectores, y aunque nunca llegaré al nivel de las it-girls o de las bandas de música, me sigue alegrando la vida cada comentario o mensaje que me encuentro, de alguien completamente anónimo, que me escribe para decirme que le gusta lo que hago (o hacemos, pocos saben que estoy yo sola). 2015 me ha traído mucho para Las plumas de Simurgh, ha sido un gran año en cuanto a la página se refiere, y a través de ella han venido muchísimas cosas fantásticas que agradezco de corazón. Porque ha sido mi manera de mantenerme en el camino, en el mío exclusivo y personal. Y aunque ahora no tenga demasiado tiempo para dedicarle a Ella, sé que siempre estará conmigo, allá donde yo vaya, porque sufre de ser desconocida y poco importante para el resto, cosa que me viene fenomenal.
Más adelante llegó Buru. Llegó El rey pastor, que es lo mejor que he escrito nunca. No es la mejor novela del mundo, y le queda todavía para ser coherente o buena, pero para la escritora que llevo dentro supuso un giro de 360º, una revelación, un lugar al que nunca pensé llegar ni siquiera a asomarme. A 2015 no le debo a Buru, pero de alguna manera sí se lo debo. Buru, que sigue esperándome, porque sabe que ahora, como a Simurgh, no tengo tiempo que dedicarle. Pero en cada día de mi vida está él, como con la Emperatriz del Cielo, y caminan conmigo mientras araño segundos para trabajar en ellos. Como llevo diciendo muchísimo tiempo, no me puedo inventar cómo funciona una ciudad mesopotámica, o me asesina la comunidad científica (y con razón). Buru es uno de mis grandísimos recuerdos de 2015.
Y al poco tiempo se convirtió en mi única razón para levantarme por las mañanas, porque las paredes y los mecanismos de mi cabeza empezaron a romperse. Yo no me daría cuenta hasta noviembre, pero echando la vista atrás me doy cuenta de que ya en marzo estaba rota. En Londres me rompí.
En abril volví a casa. Pero no volví a tiempo. En abril se murió el roble más fuerte que he conocido nunca.
Se sucedieron los meses entre intentar preparar papeleo para la futura tesis, escribir artículos para Las plumas de Simurgh, intentar parchear las heridas que Inglaterra me había hecho y mucho, muchísimo Rey pastor. Ahora mismo escucho las canciones que le dieron energía a mis dedos para escribir escenas que nunca hubiese pensado que podía escribir. Y aún queda tanto por arreglar.
El verano tuvo sus momentos, pero agosto terminó de matarme. El agotamiento ya me estaba socavando las ojeras y el alma. Empecé a estar harta, y todavía quedaba mucho por venir. Yo no lo sabía. Me refugiaba en el reflejo de una piscina y un cómodo statu quo en el que nada importaba si no me afectaba directamente. Empecé también a llevarme profundas decepciones con personas exageradamente concretas. Empece a preguntarme tantas cosas que los mecanismos dentro de mi cabeza se rompieron un poco más. Y en septiembre, todo estalló. En septiembre vino Florencia y dos meses de agonía y sufrimiento. Lo pasé muy, pero que muy mal, y lo voy a dejar ahí, porque tampoco es cuestión de recrearse. Septiembre fue espantoso. Lo bueno que tuvo es que me mudé otra vez, donde ahora vivo cómodamente y hago cosas que disfruto. Pero ya estaba empezando a transformarme.
En octubre sucedió algo terrible.
En noviembre cumplí 25 años y tuve una fiesta que me abrió las alas y los ojos. A todo. En noviembre mi transformación se completó, cuando admití que estaba enferma. Que me había puesto enferma. Y todo cambió para mí. Digamos que fue el final de ese camino que había empezado en marzo, y borré todo cuanto tenía en la cabeza para analizar mi vida desde cero, desde el principio, e intentar ponerme mejor. Curarme. Avanzar. Las decepciones crecieron, pero también creció la barrera que yo construí a mi alrededor. Se sucedieron los mensajes en un teléfono que muchas veces estuve tentada de lanzar por la ventana. Me convertí en la persona que soy ahora. En una versión un poco más oscura, más cansada, menos "como antes" de mí misma. Empecé a cuestionármelo todo. Y a todo el mundo. A callarme más y menos al mismo tiempo.
2015 me ha traído a Zofia, y una versión más amable de mi primera impresión de Zurich.
Y llegó diciembre, y el momento en que yo me senté a reflexionar sobre el teclado.
En estos últimos días en los que de verdad he tenido vacaciones me he dedicado a disfrutar de mis verdaderos regalos de 2014. He releído El rey pastor y he escuchado mis intervenciones en la radio, me he acostado a las tantísimas jugando con mi hermano a Heroes III, he pasado tiempo con mi pareja, he exprimido a parte de mi familia tan fuerte contra mí que la felicidad parecía irreal. He estado muy bien desde que empezó la Navidad. Tal vez porque el año anterior no la tuve, esta he sido muy feliz. Porque he hecho lo que he querido y, también, no he tenido que trabajar.
Puedo concluir que 2015 ha sido un año que me ha cambiado casi por completo. Si me pondré bien o no, no lo sé, pero desde luego lo espero. Ya estoy mejor en realidad. Pero ya nada es lo mismo, porque ni siquiera yo soy la misma. Siento que he crecido, que me he hecho mayor, y que las ojeras me pesan bajo los ojos. Que soy feliz en una calmada actitud, que tengo pocas ganas de saltar pero sí de sonreír, que echo de menos a gente que dejé en Madrid y que recuperaré pronto, que no quiero ver a todo el mundo al que antes sí quise. De verdad me noto cambiada.
No le pido nada a 2016. Nunca le he visto mucho sentido a eso. Un mensaje de voz que he escuchado hace unos minutos me decía que el año empezaría con fuerza, con ganas, con una pisada potente sobre el suelo. Que seríamos felices y que nos romperíamos los dedos y las dioptrías trabajando. Que saldríamos adelante. Yo, ahora mismo, no quiero nada especialmente.
Me cruzaré de brazos a observar cómo se desarrollan los acontecimientos, mientras sigo haciendo aquello que me lleve a encontrarme mejor.
Soy terriblemente pesada, pero lo escribiré de nuevo. Qué grandísima alegría me dejó el 2015 cuando decidí sentarme a contar lo que pasaba tras los muros de Uruk.
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