Al-Ahmar abrió un segundo la ventana
de la habitación, pero volvió a cerrarla cuando el humo que entró le provocó un
ataque de tos. Sacudiendo la mano ante su cara y haciendo mucho ruido, agarró
el postigo y lo encajó de un golpe de nuevo en su sitio. Siguió tosiendo un par
de segundos y lanzó una mirada furibunda al mundo que se veía fuera de los
cristales.
—En nombre de Dios, ¡si aquí no se
puede respirar! —gritó, justo en el momento en que Avani entraba por la puerta
secándose el pelo con una toalla—. ¿Es que no pudiste encontrar un sitio mejor?
—le increpó, lanzándole una mirada furibunda.
El filósofo siguió a lo suyo, y muy
tranquilo respondió:
—¿Ibas a pagarlo tú?
Al-Ahmar soltó un gruñido y escupió
en el suelo. Su saliva no era lo más sucio del entorno; en realidad contribuía
a su asquerosa decoración. Una cucaracha correteó alegremente por la pared. Las
paredes volvieron a temblar con el paso del ferrocarril y una nueva columna de
humo golpeó los endebles cristales. El nasrí
hizo otra mueca y no se molestó en esconder su mal humor. Aquel aire
contaminado lo estaba matando poco a poco, y no podía sino evocar el frío
lacerante en los pulmones al respirar directamente el viento de la sierra de
Granada. Pero también sabía que quejarse no conseguiría depurar el ambiente,
así que simplemente mantuvo su mala cara.
Avani dejó la toalla y suspiró,
colocándose con las piernas cruzadas en la cama y una tela alargada blanca en
las manos.
—Te lo dije ayer, necesitamos el
dinero para otras cosas.
—El dinero no nos servirá de nada si
aparecemos en cualquier parte con esta peste en la ropa —apuntó al-Ahmar,
tirándose significativamente de la pechera de la camisa.
—En eso no se diferencia de nuestro
mundo, querido —dijo Avani, que todavía sostenía la tela en las manos como si
estuviese leyendo allí las palabras que pronunciaba—. Aquí el dinero lo compra
absolutamente todo. Hasta el honor y el perfume de los hombres.
Al-Ahmar había permanecido todo el
tiempo de espaldas y de pie, mirando por la ventana. Cuando se volvió para comentarle
algo a su amigo al respecto del tugurio donde se habían metido, descruzó los
brazos y alzó mucho las cejas.
—¿Qué haces?
Avani levantó los ojos, pero no
detuvo el movimiento de sus manos.
—Ponerme el turbante, como todas las
mañanas.
—No pensarás pasearte por aquí con
eso en la cabeza —al-Ahmar señaló con el dedo de una manera que a Avani le
pareció bastante grosera.
—¿Y me quieres explicar dónde está el
problema? —resopló; empezaba a estar harto de las protestas del nasrí.
Este levantó
las manos para enfatizar sus palabras.
—¿Pero es que tú no has visto dónde
estamos? —fue hasta la ventana y echó un rápido vistazo a través de los
sucísimos cristales—. Nadie, absolutamente nadie lleva turbante aquí. ¿Y tú
querías pasar desapercibido? Ponerte ese mojón en la cabeza va a conseguir que
seamos tan evidentes como un gamo sangrando en un campo de nieve. ¡Va a ser un
milagro que nadie nos mire!
Avani había terminado de colocarse el
turbante mientras al-Ahmar daba voces, y simplemente lo miraba con las manos
entrelazadas sobre las rodillas. El andalusí soltó un gruñido de perro.
—¿Pero por qué nunca me haces caso?
Te lo estoy diciendo de verdad.
—Si has dejado de berrear y estás
listo, ya podemos irnos. No me gustaría hacer esperar a nuestros anfitriones. Y
con lo que respecta al turbante, créeme, a ti te conviene ponértelo también.
Incluso más de lo que me conviene a mí.
Al-Ahmar frunció el ceño.
—Y luego se te llena la boca con
frases sobre la adaptación a otros lugares, a ti no hay quien te entienda.
Ignoraba que te hubieras vuelto un fanático —al-Ahmar le estaría dando vueltas
toda la noche a la estupidez de pronunciar esa palabra para referirse a Avani.
El filósofo, todavía tranquilo pero
notablemente irritado, se puso de pie.
—Mira, yo no voy a obligarte a que
hagas nada, pero por favor te lo pido, vámonos ya. Llegar tarde es una horrible
falta de respeto.
Al-Ahmar creía que le iba a reventar
una vena. No era capaz de comprender la testarudez de su amigo. Le entraron
ganas de agarrarlo por el pescuezo y arrancarle el turbante de la cabeza.
¡Además era blanco!
—Aún así piensas salir con eso
puesto.
—Sí, pienso salir con el turbante puesto —dijo, y se dio la
vuelta para girar el pomo de la puerta.
—¡Y encima es blanco! —gritó
al-Ahmar, levantando los brazos.
Avani encogió un hombro.
—Ahí tienes razón, pero es que no he
encontrado nada tan largo de otro color.
El resto de la conversación se
desarrolló mientras bajaban las endebles escaleras hasta la calle. Aunque solo
era un piso, a Avani se le hizo eterno. Se combinaron peligrosamente el hedor a
orina de las paredes, los vómitos del suelo, las humedades y otros desperdicios
repartidos por allí, los jadeos del prostíbulo que iniciaba su actividad y la voz de al-Ahmar detrás de él, que era como golpearse la sien repetidamente con
un martillo.
—Avani, te lo digo en serio, recapacita.
La gente nos va a mirar como a dos tipos raros si vamos con la cabeza cubierta,
¿es que no te das cuenta? ¿Es por la cicatriz? ¿Puedes mandar tu integridad a
la mierda un momento, en aras de algo más importante? ¿Qué va a decir esta
gente cuando te vea? Si es por la cicatriz, queda como un veterano de guerra o
algo parecido, ¡invéntatelo! ¡Tienes capacidad para hacer esas cosas! ¡Avani,
escucha lo que te digo!
El filósofo se dio la vuelta y empleó
palabras bastante intensas para decir:
—Muhammad, vamos a dejar el asunto
aquí. Primero, no, no es por la cicatriz, porque entonces tendría que
envolverme como las momias que se acaban de encontrar en Egipto y no salir de
mi cueva. Segundo, me parece que eres tú quien no se da cuenta de que llama más
la atención que yo, y sin turbante. Tercero, como vuelvas a sacar el tema, te
doy una bofetada que te pongo la cara del mismo color que la barba. ¿Me he
expresado con claridad?
Al-Ahmar soltó un bufido, igual que
un jabalí, pero sabía que si seguían discutiendo, al final llegarían a las
manos. Y eso era lo último que les convenía a los dos. Además, y estaban a un
paso de la calle. Avani sostenía el picaporte con una mirada significativa. El
andalusí sacudió la cabeza e hizo un gesto desagradable, pero que indicaba que
se daba por vencido.
—Ya veremos cómo acabamos la noche. Tú
sabrás lo que haces.
—Exacto, deja que yo gestione mis
propias decisiones —contestó Avani, con una sonrisa mordaz, y abrió la puerta.
Londres, 1882
Londres, 1882
No hay comentarios:
Publicar un comentario