4 de octubre de 2015

El turbante

Al-Ahmar abrió un segundo la ventana de la habitación, pero volvió a cerrarla cuando el humo que entró le provocó un ataque de tos. Sacudiendo la mano ante su cara y haciendo mucho ruido, agarró el postigo y lo encajó de un golpe de nuevo en su sitio. Siguió tosiendo un par de segundos y lanzó una mirada furibunda al mundo que se veía fuera de los cristales. 
—En nombre de Dios, ¡si aquí no se puede respirar! —gritó, justo en el momento en que Avani entraba por la puerta secándose el pelo con una toalla—. ¿Es que no pudiste encontrar un sitio mejor? —le increpó, lanzándole una mirada furibunda.
El filósofo siguió a lo suyo, y muy tranquilo respondió:
—¿Ibas a pagarlo tú?
Al-Ahmar soltó un gruñido y escupió en el suelo. Su saliva no era lo más sucio del entorno; en realidad contribuía a su asquerosa decoración. Una cucaracha correteó alegremente por la pared. Las paredes volvieron a temblar con el paso del ferrocarril y una nueva columna de humo golpeó los endebles cristales. El nasrí hizo otra mueca y no se molestó en esconder su mal humor. Aquel aire contaminado lo estaba matando poco a poco, y no podía sino evocar el frío lacerante en los pulmones al respirar directamente el viento de la sierra de Granada. Pero también sabía que quejarse no conseguiría depurar el ambiente, así que simplemente mantuvo su mala cara.
Avani dejó la toalla y suspiró, colocándose con las piernas cruzadas en la cama y una tela alargada blanca en las manos.
—Te lo dije ayer, necesitamos el dinero para otras cosas.
—El dinero no nos servirá de nada si aparecemos en cualquier parte con esta peste en la ropa —apuntó al-Ahmar, tirándose significativamente de la pechera de la camisa.
—En eso no se diferencia de nuestro mundo, querido —dijo Avani, que todavía sostenía la tela en las manos como si estuviese leyendo allí las palabras que pronunciaba—. Aquí el dinero lo compra absolutamente todo. Hasta el honor y el perfume de los hombres.
Al-Ahmar había permanecido todo el tiempo de espaldas y de pie, mirando por la ventana. Cuando se volvió para comentarle algo a su amigo al respecto del tugurio donde se habían metido, descruzó los brazos y alzó mucho las cejas.
—¿Qué haces?
Avani levantó los ojos, pero no detuvo el movimiento de sus manos.
—Ponerme el turbante, como todas las mañanas.
—No pensarás pasearte por aquí con eso en la cabeza —al-Ahmar señaló con el dedo de una manera que a Avani le pareció bastante grosera.
—¿Y me quieres explicar dónde está el problema? —resopló; empezaba a estar harto de las protestas del nasrí. 
Este levantó las manos para enfatizar sus palabras.
—¿Pero es que tú no has visto dónde estamos? —fue hasta la ventana y echó un rápido vistazo a través de los sucísimos cristales—. Nadie, absolutamente nadie lleva turbante aquí. ¿Y tú querías pasar desapercibido? Ponerte ese mojón en la cabeza va a conseguir que seamos tan evidentes como un gamo sangrando en un campo de nieve. ¡Va a ser un milagro que nadie nos mire!
Avani había terminado de colocarse el turbante mientras al-Ahmar daba voces, y simplemente lo miraba con las manos entrelazadas sobre las rodillas. El andalusí soltó un gruñido de perro.
—¿Pero por qué nunca me haces caso? Te lo estoy diciendo de verdad.
—Si has dejado de berrear y estás listo, ya podemos irnos. No me gustaría hacer esperar a nuestros anfitriones. Y con lo que respecta al turbante, créeme, a ti te conviene ponértelo también. Incluso más de lo que me conviene a mí.
Al-Ahmar frunció el ceño.
—Y luego se te llena la boca con frases sobre la adaptación a otros lugares, a ti no hay quien te entienda. Ignoraba que te hubieras vuelto un fanático —al-Ahmar le estaría dando vueltas toda la noche a la estupidez de pronunciar esa palabra para referirse a Avani.
El filósofo, todavía tranquilo pero notablemente irritado, se puso de pie.
—Mira, yo no voy a obligarte a que hagas nada, pero por favor te lo pido, vámonos ya. Llegar tarde es una horrible falta de respeto.
Al-Ahmar creía que le iba a reventar una vena. No era capaz de comprender la testarudez de su amigo. Le entraron ganas de agarrarlo por el pescuezo y arrancarle el turbante de la cabeza. ¡Además era blanco!
—Aún así piensas salir con eso puesto.
—Sí, pienso salir con el turbante puesto —dijo, y se dio la vuelta para girar el pomo de la puerta.
—¡Y encima es blanco! —gritó al-Ahmar, levantando los brazos.
Avani encogió un hombro.
—Ahí tienes razón, pero es que no he encontrado nada tan largo de otro color.
El resto de la conversación se desarrolló mientras bajaban las endebles escaleras hasta la calle. Aunque solo era un piso, a Avani se le hizo eterno. Se combinaron peligrosamente el hedor a orina de las paredes, los vómitos del suelo, las humedades y otros desperdicios repartidos por allí, los jadeos del prostíbulo que iniciaba su actividad y la voz de al-Ahmar detrás de él, que era como golpearse la sien repetidamente con un martillo.
—Avani, te lo digo en serio, recapacita. La gente nos va a mirar como a dos tipos raros si vamos con la cabeza cubierta, ¿es que no te das cuenta? ¿Es por la cicatriz? ¿Puedes mandar tu integridad a la mierda un momento, en aras de algo más importante? ¿Qué va a decir esta gente cuando te vea? Si es por la cicatriz, queda como un veterano de guerra o algo parecido, ¡invéntatelo! ¡Tienes capacidad para hacer esas cosas! ¡Avani, escucha lo que te digo!
El filósofo se dio la vuelta y empleó palabras bastante intensas para decir:
—Muhammad, vamos a dejar el asunto aquí. Primero, no, no es por la cicatriz, porque entonces tendría que envolverme como las momias que se acaban de encontrar en Egipto y no salir de mi cueva. Segundo, me parece que eres tú quien no se da cuenta de que llama más la atención que yo, y sin turbante. Tercero, como vuelvas a sacar el tema, te doy una bofetada que te pongo la cara del mismo color que la barba. ¿Me he expresado con claridad?
Al-Ahmar soltó un bufido, igual que un jabalí, pero sabía que si seguían discutiendo, al final llegarían a las manos. Y eso era lo último que les convenía a los dos. Además, y estaban a un paso de la calle. Avani sostenía el picaporte con una mirada significativa. El andalusí sacudió la cabeza e hizo un gesto desagradable, pero que indicaba que se daba por vencido.
—Ya veremos cómo acabamos la noche. Tú sabrás lo que haces.
—Exacto, deja que yo gestione mis propias decisiones —contestó Avani, con una sonrisa mordaz, y abrió la puerta.

Londres, 1882

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