El 24 de marzo pasó algo que puso mi vida del revés, y es que empecé a escribir una tontería, o lo que en ese momento no era más que la versión Disney en mi cabeza de un trailer, un avance de una película animada, en la que toda Mesopotamia estaba mezclada en mi cabeza, para contar una historia que yo acababa de descubrir.
Puede no parecer mucho a simple vista, y es que en realidad no lo es. Empiezo una historia que no acabo, de media, dos veces al año. No las termino, por más claras que las tenga o más vueltas que les dé. Simplemente no pasa. Y me fastidia, porque justo antes de empezar mi aventura por Londres construí a medias el universo de los Braconieros, basado en la serie RWBY que me había encontrado por Internet. Con esa historia de cazadores y amigos yo quería exigirme un método de escribir diferente, serio, real. Como el que tiene Carlos, mi amigo de la facultad, y que envidio desde lo más profundo. Yo soy lo más inconstante que existe, y en tema de historias escritas esa inconstancia se multiplica por mil. No puedo parar de crear, pero tampoco sé terminar nada de lo que empiezo.
Y de repente se me cruza en el camino Lugalbanda y me dice "cuenta mi historia, pero a tu manera". Y de repente en tres meses tengo más de lo que yo había escrito en ninguna otra de mis "novelas". De pronto a la gente le gusta, al menos a los cuatro o cinco que se lo han leído, y yo me doy cuenta de la calidad que destilan las líneas, de lo mayor que me he hecho y cómo han crecido mis ideas conmigo. Me doy cuenta de que lo que estoy haciendo no es malo, que me gusta, y que estoy orgullosa de ello. Sorprendente. Por un momento, lo veo claro. Y lo veo entero, porque sé exactamente qué es lo que tiene que ocurrir en cada episodio y dónde acabará la historia.
Veo a Lugalbanda sin dejar de correr, y eso es algo que no termino de creerme.
Porque, seamos sinceros, yo no esperaba que esto me fuese a ocurrir a mí. Pensaba que mi vida literaria iba a estar condenada a imaginar todas mis historias en mi cabeza y solo en mi cabeza, a ponerme música para recrear las escenas o para hablar de ellas con Diana y con Carla, que las pobres son las únicas que me aguantan la tontería y las que más sufren mis intermitencias.
Pero es que de repente ha aparecido "El rey pastor", y hasta del título estoy orgullosa. Estoy orgullosa porque de alguna manera traigo de vuelta un pasado que el mundo está muy cerca de olvidar. Porque me gustan los personajes, todos, hasta el gilipollas de Gilgamesh y el lerdo de Enmerkar. Porque le he construido a Lugalbanda una vida con mucho sufrimiento y mucho amor, el amor más grande que el mundo puede concebir. Porque tengo el privilegio de tomar la voz de Inana, de Shamash y hasta de Nanna, uno de mis mayores misterios sin resolver.
Porque cada página es una oda a la gloriosa Mesopotamia y, sobre todo, a mi particular visión de las cosas. Tal vez toda esta euforia viene derivada de que trato algo que la gente no conoce, al menos en mi entorno, y el morbo del saber me vuelve segura y hasta pretenciosa.
Ahora tengo que hacerlo, porque esto ya es un pacto con el Cielo, con An y con Ki. Quiero acabarlo, tengo que acabarlo. Tengo que acabar "El rey pastor", porque tiene que reinar. Y correr, siempre correr. Porque tengo que llegar a sacar en sus renglones a Nanna, a Pazuzu, a Anzû y a los que yo misma he creado: a Usakar, a Ama, a Ningirsu, a Einud. Porque Lugalbanda tiene que vivir, amar, llorar, sufrir y morir conmigo. Quiero acompañarlo y que me acompañe.
Tengo que terminar "El rey pastor".
Solo de pensarlo, algo por dentro me explota de alegría.
Voy a acabar "El rey pastor". Esta vez sí.
No me importa demasiado qué suceda con el resto de historias que tengo en el tintero, en la cabeza y en el disco duro del ordenador.
Pero esta la termino. Vaya que si la termino.
Es voluntad de An y de Ki.
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