La chica apretó la ropa de
al-Ahmar, manchada de sangre, y le entraron escalofríos por lo caliente que
estaba. Avani se quedó quieto. El joven albino dio un silbido y los pájaros
aterrizaron frente a él. Les acarició la cabeza y pareció estar susurrándoles
en un lenguaje que ninguno supo entender. Volvió sus ojos pálidos hacia ellos,
con aprensión.
—¡Deprisa! —repitió, tensando los
hombros. Ella se encogió. Al-Ahmar respiraba con pesadez; soltó un par de
toses. Zal extendió los brazos—. Tráelo aquí.
Avani apartó a la chica con toda
la delicadeza que le permitió su nerviosismo. Con mucho cuidado, cogió a
al-Ahmar por debajo de los hombros para arrastrarlo hasta donde estaba el
albino. Él dio una zancada y agarró al nasrí por las piernas, provocándole un
mareo a Avani por el poco cuidado que puso. Sin hacer ningún caso de las
miradas aterradas del filósofo, Zal acomodó al sultán en la espalda de uno de
sus hermanos, atándolo con una soga al cuello del pájaro. Al-Ahmar soltó un
quejido.
—Avani… —tosió—, tengo frío...
El filósofo le cogió la mano y le
pasó los dedos por la frente. Estaba helado. La temperatura de su cuerpo se
escapaba muy deprisa. Avani se mordió los labios. Cuando alzó la vista, se encontró
con la mirada directa del albino.
—No es solo una costilla rota —dijo,
y tomó al pajarillo de la cabeza. Lo acarició y siguió hablándole.
El filósofo siguió apretando los
dedos de al-Ahmar, como si aquello fuese a solucionar algo. Lo miró un momento;
estaba calado hasta los huesos, y la mancha oscura en la tela del improvisado
vendaje cada vez era más ancha. Esa respiración tan fuerte no era sino mala
señal. Le vino el frío, el agotamiento y el dolor en todo el cuerpo, de pronto.
Habían estado muy cerca de no contarlo ninguno.
Sintió la presencia tiritona de
la chica a su lado.
—¿Qué va a pasar, Avani?
Inmediatamente el filósofo cambió
su expresión. Rodeó con el brazo el cuerpo empapado de ella y sonrió.
—Se pondrá bien. Este verraco a
sobrevivido a cosas peores. Lo que pasa es que el frío… lo pone un poco más
difícil —dijo, y quiso creerlo—. No te preocupes, habibatī. El Rojo estará
bien.
El albino se colocó a su lado y
lanzó el brazo a la izquierda.
—Vosotros dos ahí —ordenó, y
señaló a otro de los pájaros. A Avani se le cayó el alma a los pies.
—¿Cómo ahí? ¿Qué demon…?
—Ahí —rugió Zal, y un trueno
llenó de efectismo y poder su voz, que de por sí ya era grave. Todo blanco,
recortado contra la negrura de la tormenta y goteando la llovizna que aún permanecía,
daba pavor. Miedo de verdad. La chica y el filósofo estrecharon el abrazo. Ella
sintió que los ojos grises del albino la evitaban; solo miraban a Avani—.
Ahora.
Dicho esto, de un salto subió a
la espalda de la tercera cría de Simurgh. La que quedaba libre se colocó junto
a los dos abrazados, los miró con sus ojos enormes, que eran el cielo tranquilo
de una noche de verano. Ellos, aunque no tenían idea de qué hacer, decidieron
en silencio confiar, dejarse llevar. Pocas opciones más les quedaban. Igual que
sobre un caballo, Avani montó a horcajadas en la espalda del pájaro y colocó a
la chica delante de él, haciendo un cinturón con un brazo y agarrándose a las
plumas con el otro. Ella le acarició los dedos con cariño; era muy divertido
que un habitante del Nido del Águila padeciese de vértigo. Fue un alivio en
aquella marejada de tensión.
—Avani… —susurró. Él percibió el
temblor de su voz y de su cuerpo—. Dime la verdad —le pidió. El filósofo
suspiró y miró hacia el cielo—. Ya he visto esos ojos antes. Esos con los que
has mirado a al-Ahmar. Dime qué le pasa.
El albino comprobó desde su
montura que el sultán nasrí estuviese bien sujeto a la espalda de su hermano.
El despegue era inminente, así que Avani tragó saliva e intentó ser rápido.
—La costilla rota ha provocado
una hemorragia externa muy grande, pero temo que también haya una interna. Con
el vendaje espero que la herida coagule y al-Ahmar esté a salvo pronto, por el
propio funcionamiento de nuestro cuerpo. Pero está muy frío, y si de verdad está
sangrando por dentro, esa costilla puede haberle perforado un órgano. Si eso
pasa y la herida no coagula…
El pájaro aleteó. Ella hundió las
uñas en la piel del filósofo.
—¿Qué…? —lloriqueó.
El albino dio un silbido. Avani
suspiró.
—Que las cosas se vuelven
complicadas para Muhammad.
Los tres polluelos dieron un
salto a la vez. El filósofo soltó un grito aterrado y dejó a la chica sin
respiración. Temió haber arrancado alguna pluma del pájaro, pero se esforzó en
no mirar abajo y aguantar las ganas de vomitar. Ella hundió la barbilla y
apretó muy fuerte los labios, los dedos que se agarraban al cuello del ave y
los que se cerraban alrededor de la mano de Avani. La lluvia y las lágrimas
fueron un solo líquido, movido por el viento. Delante de ellos, Zal era una
estela blanca, la luz que los guiaba.
El frío no tardó en congelarles
hasta las pestañas. La lluvia que los había calado se transformó en una capa de
escarcha que los hizo temblar violentamente. El vuelo de los pájaros no era especialmente
alto, pero ninguno de los pasajeros tuvo ánimo de apreciarlo. Las nubes seguían
siendo negras a su alrededor, los truenos lejanos retumbaban entre las paredes
de roca. Avani y la chica se encogieron hasta hacerse un pequeño bulto
congelado. El frío los adormeció y disminuyó el dolor.
Los tres pájaros pasaron una
altísima pared de roca que rodeaba una masa de agua que parecía no tener fin ni
principio. Cuando se posaron sobre la tierra, empezaron a abrirse claros en los
nubarrones. Avani bajó, muy mareado, y se fue a vomitar detrás de unos matojos.
La chica prácticamente se tiró al suelo desde la espalda del polluelo. Vio cómo
sus manos se apoyaban en una superficie terrosa y oscura, casi negra. Una roca
muy porosa. Se hizo un ovillo en el suelo; estaba helada. Las alas del pájaro
la cubrieron, de repente, para darle calor. Alzó la barbilla y se vio la cara
en aquellos ojos tan negros. Le entraron ganas de irse a vomitar con Avani, se
mareó aún más. Sus ojos mortales no podían mirar de frente a la inmensidad de
un ave divina. Soltó un gimoteo y hundió la cabeza entre las manos.
Zal saltó al suelo y cortó las
cuerdas que sujetaban a al-Ahmar. Avani acudió tropezando y muy pálido. Con la
cabeza, el albino le indicó a dónde tenían que llevarlo. Le soltó las piernas,
dejó caer el arco y regresó corriendo junto a los pájaros. La chica se
arrodilló junto al nasrí y le sostuvo la cabeza en su regazo. Su barba
pelirroja estaba llena de cristalitos que se derretían muy deprisa. El sultán
entreabrió los ojos y esbozó una media sonrisa.
—En verdad Dios es grande… —farfulló.
Solo entonces el filósofo y la
muchacha alzaron la cabeza, para encontrar su corazón encogido y sus pulmones
detenidos, por un segundo.
La masa de agua ante ellos era
puro color negro, como carbón, ónice, kohl derretido que se agitaba, furioso. Pero
esa oscuridad estaba salpicada de puntos brillantes, cadenas luminosas que
relucían y destellaban como si fuesen diamantes. Las montañas de alrededor eran
una corona inmensa, que conectaba agua, tierra y cielo. Los destellos los
sobrecogieron, los rugidos de las olas les provocaron escalofríos.
—¿Son estrellas…? —susurró Avani.
La chica contuvo el aire y apenas
se escuchó su voz decir:
—Vorukasha…
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