20 de agosto de 2014

El albino V

La chica apretó la ropa de al-Ahmar, manchada de sangre, y le entraron escalofríos por lo caliente que estaba. Avani se quedó quieto. El joven albino dio un silbido y los pájaros aterrizaron frente a él. Les acarició la cabeza y pareció estar susurrándoles en un lenguaje que ninguno supo entender. Volvió sus ojos pálidos hacia ellos, con aprensión.
—¡Deprisa! —repitió, tensando los hombros. Ella se encogió. Al-Ahmar respiraba con pesadez; soltó un par de toses. Zal extendió los brazos—. Tráelo aquí.
Avani apartó a la chica con toda la delicadeza que le permitió su nerviosismo. Con mucho cuidado, cogió a al-Ahmar por debajo de los hombros para arrastrarlo hasta donde estaba el albino. Él dio una zancada y agarró al nasrí por las piernas, provocándole un mareo a Avani por el poco cuidado que puso. Sin hacer ningún caso de las miradas aterradas del filósofo, Zal acomodó al sultán en la espalda de uno de sus hermanos, atándolo con una soga al cuello del pájaro. Al-Ahmar soltó un quejido.
—Avani… —tosió—, tengo frío...
El filósofo le cogió la mano y le pasó los dedos por la frente. Estaba helado. La temperatura de su cuerpo se escapaba muy deprisa. Avani se mordió los labios. Cuando alzó la vista, se encontró con la mirada directa del albino.
—No es solo una costilla rota —dijo, y tomó al pajarillo de la cabeza. Lo acarició y siguió hablándole.
El filósofo siguió apretando los dedos de al-Ahmar, como si aquello fuese a solucionar algo. Lo miró un momento; estaba calado hasta los huesos, y la mancha oscura en la tela del improvisado vendaje cada vez era más ancha. Esa respiración tan fuerte no era sino mala señal. Le vino el frío, el agotamiento y el dolor en todo el cuerpo, de pronto. Habían estado muy cerca de no contarlo ninguno.
Sintió la presencia tiritona de la chica a su lado.
—¿Qué va a pasar, Avani?
Inmediatamente el filósofo cambió su expresión. Rodeó con el brazo el cuerpo empapado de ella y sonrió.
—Se pondrá bien. Este verraco a sobrevivido a cosas peores. Lo que pasa es que el frío… lo pone un poco más difícil —dijo, y quiso creerlo—. No te preocupes, habibatī. El Rojo estará bien.
El albino se colocó a su lado y lanzó el brazo a la izquierda.
—Vosotros dos ahí —ordenó, y señaló a otro de los pájaros. A Avani se le cayó el alma a los pies.
—¿Cómo ahí? ¿Qué demon…?
—Ahí —rugió Zal, y un trueno llenó de efectismo y poder su voz, que de por sí ya era grave. Todo blanco, recortado contra la negrura de la tormenta y goteando la llovizna que aún permanecía, daba pavor. Miedo de verdad. La chica y el filósofo estrecharon el abrazo. Ella sintió que los ojos grises del albino la evitaban; solo miraban a Avani—. Ahora.
Dicho esto, de un salto subió a la espalda de la tercera cría de Simurgh. La que quedaba libre se colocó junto a los dos abrazados, los miró con sus ojos enormes, que eran el cielo tranquilo de una noche de verano. Ellos, aunque no tenían idea de qué hacer, decidieron en silencio confiar, dejarse llevar. Pocas opciones más les quedaban. Igual que sobre un caballo, Avani montó a horcajadas en la espalda del pájaro y colocó a la chica delante de él, haciendo un cinturón con un brazo y agarrándose a las plumas con el otro. Ella le acarició los dedos con cariño; era muy divertido que un habitante del Nido del Águila padeciese de vértigo. Fue un alivio en aquella marejada de tensión.
—Avani… —susurró. Él percibió el temblor de su voz y de su cuerpo—. Dime la verdad —le pidió. El filósofo suspiró y miró hacia el cielo—. Ya he visto esos ojos antes. Esos con los que has mirado a al-Ahmar. Dime qué le pasa.
El albino comprobó desde su montura que el sultán nasrí estuviese bien sujeto a la espalda de su hermano. El despegue era inminente, así que Avani tragó saliva e intentó ser rápido.
—La costilla rota ha provocado una hemorragia externa muy grande, pero temo que también haya una interna. Con el vendaje espero que la herida coagule y al-Ahmar esté a salvo pronto, por el propio funcionamiento de nuestro cuerpo. Pero está muy frío, y si de verdad está sangrando por dentro, esa costilla puede haberle perforado un órgano. Si eso pasa y la herida no coagula…
El pájaro aleteó. Ella hundió las uñas en la piel del filósofo.
—¿Qué…? —lloriqueó.
El albino dio un silbido. Avani suspiró.
—Que las cosas se vuelven complicadas para Muhammad.
Los tres polluelos dieron un salto a la vez. El filósofo soltó un grito aterrado y dejó a la chica sin respiración. Temió haber arrancado alguna pluma del pájaro, pero se esforzó en no mirar abajo y aguantar las ganas de vomitar. Ella hundió la barbilla y apretó muy fuerte los labios, los dedos que se agarraban al cuello del ave y los que se cerraban alrededor de la mano de Avani. La lluvia y las lágrimas fueron un solo líquido, movido por el viento. Delante de ellos, Zal era una estela blanca, la luz que los guiaba.
El frío no tardó en congelarles hasta las pestañas. La lluvia que los había calado se transformó en una capa de escarcha que los hizo temblar violentamente. El vuelo de los pájaros no era especialmente alto, pero ninguno de los pasajeros tuvo ánimo de apreciarlo. Las nubes seguían siendo negras a su alrededor, los truenos lejanos retumbaban entre las paredes de roca. Avani y la chica se encogieron hasta hacerse un pequeño bulto congelado. El frío los adormeció y disminuyó el dolor.
Los tres pájaros pasaron una altísima pared de roca que rodeaba una masa de agua que parecía no tener fin ni principio. Cuando se posaron sobre la tierra, empezaron a abrirse claros en los nubarrones. Avani bajó, muy mareado, y se fue a vomitar detrás de unos matojos. La chica prácticamente se tiró al suelo desde la espalda del polluelo. Vio cómo sus manos se apoyaban en una superficie terrosa y oscura, casi negra. Una roca muy porosa. Se hizo un ovillo en el suelo; estaba helada. Las alas del pájaro la cubrieron, de repente, para darle calor. Alzó la barbilla y se vio la cara en aquellos ojos tan negros. Le entraron ganas de irse a vomitar con Avani, se mareó aún más. Sus ojos mortales no podían mirar de frente a la inmensidad de un ave divina. Soltó un gimoteo y hundió la cabeza entre las manos.
Zal saltó al suelo y cortó las cuerdas que sujetaban a al-Ahmar. Avani acudió tropezando y muy pálido. Con la cabeza, el albino le indicó a dónde tenían que llevarlo. Le soltó las piernas, dejó caer el arco y regresó corriendo junto a los pájaros. La chica se arrodilló junto al nasrí y le sostuvo la cabeza en su regazo. Su barba pelirroja estaba llena de cristalitos que se derretían muy deprisa. El sultán entreabrió los ojos y esbozó una media sonrisa.
—En verdad Dios es grande… —farfulló.
Solo entonces el filósofo y la muchacha alzaron la cabeza, para encontrar su corazón encogido y sus pulmones detenidos, por un segundo.
La masa de agua ante ellos era puro color negro, como carbón, ónice, kohl derretido que se agitaba, furioso. Pero esa oscuridad estaba salpicada de puntos brillantes, cadenas luminosas que relucían y destellaban como si fuesen diamantes. Las montañas de alrededor eran una corona inmensa, que conectaba agua, tierra y cielo. Los destellos los sobrecogieron, los rugidos de las olas les provocaron escalofríos.
—¿Son estrellas…? —susurró Avani.
La chica contuvo el aire y apenas se escuchó su voz decir:
—Vorukasha…

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