30 de mayo de 2014

El albino I

—Nos hemos perdido —murmuró al-Ahmar, poniendo los brazos en jarras.
Avani apareció detrás de él, sacudiendo el bajo de su jubba para quitarle las zarzas que se le habían enredado. 
—¿Qué te hace pensar que nos hemos perdido? —preguntó, sin levantar la cabeza.
—Pues que nos hemos perdido —repitió el nasrí. La niebla de la montaña ya les llegaba por los gemelos, y tardaría muy poco en alcanzar sus rodillas —. Con este espesor es imposible ver nada. 
El filósofo echó un vistazo alrededor. La cadena de montañas se alzaba sobre ellos y las nubes cubrían el sol. La tierra era de color rojizo debajo de la capa blanquecina de la niebla. Las cimas, aunque cubiertas, se adivinaban nevadas. Hacía frío. Avani se frotó los brazos y tomó aire profundamente. El aire de sus montañas. El Shah Rud enviaba su eco lejano. Habían ascendido siguiendo el río, pero llegados a cierto punto tuvieron que desviarse, para continuar en lo que ellos pensaron una línea recta, hacia la cúspide de la montaña. 
Al-Ahmar tenía sus serias dudas. Pero Avani no. Aquel era el monte Alburz. 
El nasrí echó un vistazo a la tercera figura que formaba la comitiva. Iba envuelta en una capa gruesa y la capucha casi le rozaba la nariz. Con una media sonrisa, recordó que aquella persona siempre quiso ponerse una capucha así. 
—Se está congelando —dijo, señalándola con la cabeza —. Avani, demos media vuelta.
—No confiarás en mí nunca, ¿verdad? —el filósofo colocó ambas manos en los hombros del cuerpo encapuchado—. Ella sabe que tengo razón. Estamos cerca. Ésta es la montaña. ¡Hay que seguir!
—¡Vamos a morir de frío aquí arriba!
—¡Debemos continuar!
—Basta —habló la voz desde dentro de la capa. Estaba ronca, como embotada por un mal resfriado. Pero no por ello fue menos tajante —. Continuamos —unos ojos verdes le sonrieron al sultán—. No te preocupes, al-Ahmar. Estoy bien.
Él resopló, pero no añadió nada más. Avani, ufano, dio un par de zancadas para encabezar la marcha.
—Ya que nuestro soberano explorador se ha perdido, esta vez seré yo quien abra el camino, si ninguno se opone —le dirigió al nasrí una sonrisa burlona, y se puso a andar con decisión—. Esto no es Granada, hermano. Aquí hace falta algo de inteligencia. No basta con correr como un demente entre los montes para orientarse. 
—Un día se traga el turbante —murmuró al-Ahmar, y la figura encapuchada soltó una risita. La tomó de la mano y siguieron al filósofo que, ambos tuvieron que reconocerlo, parecía tener muy claro a dónde iba.
Después de un trecho sin que Avani vacilase, llegaron a un paso estrecho, rodeado por pedruscos altos como un hombre sobre otro, y largo como ocho zancadas. Había que pasar muy despacio entre las dos paredes, donde solo cabía una persona. Avani fue primero, de nuevo sin vacilar. Al-Ahmar echó un vistazo hacia arriba, al cielo encapotado.
—Has estado aquí antes ¿verdad? —susurró.
—Desde luego, hermano mío —respondió Avani, y volvió la cabeza. Sus ojos castaños destellaron con misterio —. Al fin y al cabo, aquí duerme el Shah Rud.
El nasrí no supo si lo había entendido bien, pero un apretón en los dedos le hizo saber que la figura encapuchada sí. Y que era una buena señal. Al otro lado del paso crecían arbustos secos y retorcidos. Como las garras de un ave de corral. La niebla era tal que ya no diferenciaban con claridad las rocas sobre ellos. Sin embargo, un par de ruidos no pasaron desapercibidos al oído cazador de al-Ahmar. 
—Nos observan —dijo, y se encogió un poco. Su mano libre tocó el pomo de la jineta.
Avani se detuvo y echó un vistazo en derredor. El silencio era total. El eco del río quedaba lejísimos. No se escuchaban los pájaros. Solo pequeños crujidos, como si la montaña se moviese. El filósofo dio un par de pasos hacia atrás. Se quedaron quietos, alerta, durante un momento. Pero no pasó nada. Avani buscó el consejo de la mente guerrera de al-Ahmar. Se miraron fijamente unos segundos. De alguna manera, los dos sospechaban que podían estar cayendo en una trampa. ¿Pero de quién? Allí no vivía nadie, y hacía demasiado frío como para que se tratase de meros salteadores. 
Avani esperó. Al-Ahmar se irguió y cambió de peso los pies, haciendo crujir los guijarros. 
—Avancemos un poco más.
Avani asintió. Pero apenas había dado un par de pasos, cuando unas piedras cayeron desde arriba. Al-Ahmar acercó el cuerpo encapuchado al suyo, cubriéndolo con un brazo. El filósofo empezó a mirar hacia todos lados, sin que sus pupilas diferenciasen nada. Cuando ya estaban barajando la posibilidad de echar a correr de vuelta, una flecha se clavó a sus pies. Los tres dieron un grito.
Una figura saltó desde arriba, una distancia desde la que era imposible no matarse, y cayó hincada de rodillas. Se puso de pie en el acto, con un vuelo en la tela que le cubría los hombros. La punta de otra saeta brillaba a diez centímetros del pecho de Avani. 
Subhanallah! —gritó, al tiempo que alzaba las manos. Al-Ahmar desenvainó la jineta con gesto agresivo. Todos contuvieron la respiración.
El arquero iba vestido, o más bien mal envuelto, en pieles de animales. Las partes de su propia piel que se veían estaban llenas de cicatrices. El arco era curvo, de madera oscura. La figura encapuchada lo observó detenidamente, mientras sus dos amigos lidiaban mal con el nerviosismo.
—¡No deis un paso más!—ladró el desconocido.
—¡Baja ese arco, o te arrepentirás! —respondió al-Ahmar.
—¡No hace falta ponerse a pegar voces! —Avani miraba alternativamente al desconocido y a la flecha que le apuntaba, con terror a que los dedos de aquel aflojasen. Le atravesaría entero. Sin controlar la histeria, hizo gestos con las palmas abiertas —. Por favor, ¡baja el arma! ¡Baja el arma! ¡No somos enemigos!
El arquero tensó aún más la cuerda.
—¡Fuera de aquí! 
—¡Baja el arco!
—¡Esto no puede acabar bien! Bismillah irahim irahman... —recitó el filósofo, con la voz cortada, invocando protección.
—¡Baja el arco!
—¡Marchaos!
Al-Ahmar dio un paso hacia delante. El arquero tensó de nuevo. Avani cerró los ojos.
Entonces la figura encapuchada le puso la mano en el brazo al nasrí. Él la miró con ansia e interrogación. Se descubrió, revelando  a una chica de cabello oscuro y rizado, despeinado. Y con una mezcla entre la seriedad, la incredulidad y la fascinación en el rostro. Sus ojos verdes estaban clavados en el desconocido.
Era un chico joven, incluso más joven que ella. Extremadamente pálido. Tenía el cabello entre ondulado y rizado, muy largo, y de un perfecto color blanco. Todo blanco. Sus cejas, sus labios apretados, todo blanco. Sus ojos eran de un gris claro, casi como cristal. Y del pelo llevaba colgando una pluma como ninguno había visto otra igual, bella como pocas cosas sobre la tierra. 
La muchacha contuvo el aliento. El vaho se le escapó de la boca.
—Es él —dijo—. Es Zal.
El arquero se turbó al escuchar que aquella desconocida decía su nombre.
—¿Hablas en serio? —escupió al-Ahmar.
¡Lo que nos faltaba! —gimió Avani, observando al joven con detenimiento y viendo la obviedad ante sus ojos. Como también veía la flecha—. ¡Otro lunático! No teníamos bastante con uno que se tiñe el pelo de rojo, ¡no! ¡Teníamos que venir a buscar a otro tarado que...! 
—Tranquilízate, Avani —le gritó al-Ahmar, con los nudillos blancos de apretar la empuñadura de la espada.
—¿¡Puede decirle alguien al demente éste que baje el arma!?
La chica dio dos pasos hacia el arquero. Éste pasó a apuntarla a ella. Al-Ahmar dio un salto felino para ponerse delante.
—¡Que no se te pase por la cabeza, ermitaño!
—¡No permitiré que os acerquéis a mi madre! —aulló él, con los ojos grises clavados en los de la muchacha. 
Entonces escucharon un sonido. Ninguno supo compararlo con nada que hubieran escuchado hasta la fecha. Entre el espesor de la niebla, diferenciaron la silueta de tres aves gigantescas. Avani tragó saliva. 
—Es... ¿es Ella?
La chica casi esbozó una sonrisa.
—No. Son sus hermanos.

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