Estos días me dirigía la euforia. La vuestra, el corazón guerrero, la sangre alegre. Estaba contenta, satisfecha con el trabajo que estaba haciendo, con lo que estaba consiguiendo gracias a vosotros, estampando cada palabra con orgullo como quien estampa besos en una servilleta. Pero, lo más importante, estaba segura. Creía que, desde la muralla de al-Qabdaq, el viento que iba a golpearme sólo me sacudiría la melena, que resistiría cualquier envite, tan fuerte como los muros, y que incluso sonreiría a quienes se pusieran por delante, cuestionándome.
Sin embargo, ya no estoy tan convencida.
Hoy ha empezado la guerra. La de verdad. Y no he caído en la cuenta de que estaba metida hasta el cuello en una trampa mortal. Los trebuchets han soltado un chasquido y me han llovido las piedras. Han perforado mis murallas y nos han hecho caer a al-Ahmar y a mí. De repente, al-Qabdaq está sitiado. Se han secado los manantiales.
En otro lugar, hay quien se levanta, victorioso. De verdad les felicito por el éxito, porque lo merecen. Pero para nosotros dos, para el hijo de los Nasr y para mí, vencer no parece una opción. Llueven piedras, se sacude el suelo y entonces todo arde.
Lo que me está quemando es aquello a lo que llaman "normal", "tradicional", "correcto". Y lo que se prende son todas las anormalidades, irregularidades, incorrecciones. Me he embarcado en una guerra que no sé pelear. No tengo las armas apropiadas, no conozco la técnica precisa; no sé qué hacer. Me he quedado, de pronto, sin respuestas. Me he dado cuenta de que toda mi confianza no tenía sustento. Se me ha caído todo el ejército al suelo.
Hay mucho humo y los boquetes en el muro cada vez son más grandes. No quiero que me entierren aquí, así que cojo de la mano a al-Ahmar y corremos hacia arriba, hacia lo alto de la torre, donde seguramente estemos más expuestos. Pero, no sé. Quizá también estemos más cerca de Dios. Ese Dios que nos protege, o eso nos queremos creer.
Arriba lo vemos. Al-Qabdaq bajo asedio, y sólo quedamos nosotros. No sé qué hacer. Estoy asustada. Los ojos claros de al-Ahmar tampoco me dan una respuesta. Tampoco está seguro de nada. Sólo me aprieta la mano y mira al horizonte, como si por detrás de las montañas que llevan a Gharnata fuera a asomar nuestra salvación. Me puede el miedo. Me arrodillo en el suelo, me cubro con los brazos e ibn Nasr, que no tiene ideas, se agacha conmigo y ahí se queda. A mi lado. Porque, al fin y al cabo, hemos cometido un error. Pero lo cometimos juntos.
Fuera la poesía y el drama, no sé qué hacer. Con vosotros, que sois mi trabajo. Os he estado defendiendo desde que me empeñé en que el arte islámico podía ser una forma de vida. Y ahora no sé cómo os defenderé delante del tribunal. No encuentro una justificación para vosotros, más allá de la pasión, del amor, y de mi propio ego peleándose contra el mundo.
Una vez más, esa obsesión por marcar la diferencia, por llamar la atención, por salirme de madre y hacer algo distinto. No podía ser como el resto y hacer las cosas bien, las cosas que se premian, las que tienen éxito. Y hoy lo he visto, maldita sea, he visto y he escuchado los elogios porque aquello, aquello estaba bien. Porque esas personas lo habían hecho bien. En cambio, ¿qué he hecho yo? Subirme al caballo de la fantasía y hablar, hablar por hablar, hablar de vosotros en un mundo que no os conoce, pretender estar por encima del resto y contemplar condescendiente a aquellos que debían ponerme la nota.
No es vuestra culpa. Es la mía. Vosotros sois increíbles, lo sabéis. Por favor, os quiero; nunca podría reprocharos nada. He sido yo. En mi afán de no sé exactamente qué, me veo incapaz de defenderos como os merecéis, de aquí a la eternidad. Perdonadme. Sobre todo tú, al-Ahmar. Miro el sinsentido que ahora me parece mi trabajo y pienso en lo que te he hecho. Espero que no me odies. Y disculpa el drama. Es que, de repente, no he sabido qué estaba haciendo.
Tengo un corazón tan leal a ti... que duele.
Sin embargo, no todo es humo en la torre de al-Qabdaq. Cuando me atrevo a levantar la cabeza, vuelvo a verlo. A él, al Rojo, al que se negó a dejarse vencer mientras a su alrededor todos caían como moscas. El que peleó por su verdad, por su tierra, por su vida. Y yo, ¿no haré lo mismo? Aún cuando el ejército del norte se cierne a mi alrededor y bombardea mi alcázar, ¿me voy a dejar ganar? ¿Después de todos estos años?
No.
No sé cómo lo haré. Pero tengo mis armas, mi técnica y mi fe. No tengo ni la más remota idea de cómo voy a hacerlo. Dejaré que sea el amor, el mismo amor que inspira mis palabras, el que conduzca mi camino. ¿Justificación? ¿Para vosotros, para el Rojo? No la hay. Al menos, no la he encontrado. Ya vendrá. La buscaremos. Juntos.
Porque allá, en la cima del valle, seguimos estando juntos, y en mi interior os sigo queriendo, y sigo pensando que vale la pena pelearse por vosotros. Con vosotros, a vuestro lado.
Así que, una vez pasado el pánico, me pongo de pie, le aprieto fuerte la mano a al-Ahmar y desafío con la mirada a las catapultas convencionales que me apedrean el castillo. Les tengo miedo, les tengo pavor. Pero no conseguirán detenerme. Porque si el mundo que me rodea tiene tan claro que mi sitio está allí, yo no puedo permitirme dudarlo.
Lo conseguiremos. Seguro. De alguna manera. Y si sale peor, bueno. Nos quedarán esos buenos ratos que pasamos, pensando que podíamos comernos el mundo.
La encontraron dormida y con el alma lejos.
Volando lejos.
Sin embargo, ya no estoy tan convencida.
Hoy ha empezado la guerra. La de verdad. Y no he caído en la cuenta de que estaba metida hasta el cuello en una trampa mortal. Los trebuchets han soltado un chasquido y me han llovido las piedras. Han perforado mis murallas y nos han hecho caer a al-Ahmar y a mí. De repente, al-Qabdaq está sitiado. Se han secado los manantiales.
En otro lugar, hay quien se levanta, victorioso. De verdad les felicito por el éxito, porque lo merecen. Pero para nosotros dos, para el hijo de los Nasr y para mí, vencer no parece una opción. Llueven piedras, se sacude el suelo y entonces todo arde.
Lo que me está quemando es aquello a lo que llaman "normal", "tradicional", "correcto". Y lo que se prende son todas las anormalidades, irregularidades, incorrecciones. Me he embarcado en una guerra que no sé pelear. No tengo las armas apropiadas, no conozco la técnica precisa; no sé qué hacer. Me he quedado, de pronto, sin respuestas. Me he dado cuenta de que toda mi confianza no tenía sustento. Se me ha caído todo el ejército al suelo.
Hay mucho humo y los boquetes en el muro cada vez son más grandes. No quiero que me entierren aquí, así que cojo de la mano a al-Ahmar y corremos hacia arriba, hacia lo alto de la torre, donde seguramente estemos más expuestos. Pero, no sé. Quizá también estemos más cerca de Dios. Ese Dios que nos protege, o eso nos queremos creer.
Arriba lo vemos. Al-Qabdaq bajo asedio, y sólo quedamos nosotros. No sé qué hacer. Estoy asustada. Los ojos claros de al-Ahmar tampoco me dan una respuesta. Tampoco está seguro de nada. Sólo me aprieta la mano y mira al horizonte, como si por detrás de las montañas que llevan a Gharnata fuera a asomar nuestra salvación. Me puede el miedo. Me arrodillo en el suelo, me cubro con los brazos e ibn Nasr, que no tiene ideas, se agacha conmigo y ahí se queda. A mi lado. Porque, al fin y al cabo, hemos cometido un error. Pero lo cometimos juntos.
Fuera la poesía y el drama, no sé qué hacer. Con vosotros, que sois mi trabajo. Os he estado defendiendo desde que me empeñé en que el arte islámico podía ser una forma de vida. Y ahora no sé cómo os defenderé delante del tribunal. No encuentro una justificación para vosotros, más allá de la pasión, del amor, y de mi propio ego peleándose contra el mundo.
Una vez más, esa obsesión por marcar la diferencia, por llamar la atención, por salirme de madre y hacer algo distinto. No podía ser como el resto y hacer las cosas bien, las cosas que se premian, las que tienen éxito. Y hoy lo he visto, maldita sea, he visto y he escuchado los elogios porque aquello, aquello estaba bien. Porque esas personas lo habían hecho bien. En cambio, ¿qué he hecho yo? Subirme al caballo de la fantasía y hablar, hablar por hablar, hablar de vosotros en un mundo que no os conoce, pretender estar por encima del resto y contemplar condescendiente a aquellos que debían ponerme la nota.
No es vuestra culpa. Es la mía. Vosotros sois increíbles, lo sabéis. Por favor, os quiero; nunca podría reprocharos nada. He sido yo. En mi afán de no sé exactamente qué, me veo incapaz de defenderos como os merecéis, de aquí a la eternidad. Perdonadme. Sobre todo tú, al-Ahmar. Miro el sinsentido que ahora me parece mi trabajo y pienso en lo que te he hecho. Espero que no me odies. Y disculpa el drama. Es que, de repente, no he sabido qué estaba haciendo.
Tengo un corazón tan leal a ti... que duele.
Sin embargo, no todo es humo en la torre de al-Qabdaq. Cuando me atrevo a levantar la cabeza, vuelvo a verlo. A él, al Rojo, al que se negó a dejarse vencer mientras a su alrededor todos caían como moscas. El que peleó por su verdad, por su tierra, por su vida. Y yo, ¿no haré lo mismo? Aún cuando el ejército del norte se cierne a mi alrededor y bombardea mi alcázar, ¿me voy a dejar ganar? ¿Después de todos estos años?
No.
No sé cómo lo haré. Pero tengo mis armas, mi técnica y mi fe. No tengo ni la más remota idea de cómo voy a hacerlo. Dejaré que sea el amor, el mismo amor que inspira mis palabras, el que conduzca mi camino. ¿Justificación? ¿Para vosotros, para el Rojo? No la hay. Al menos, no la he encontrado. Ya vendrá. La buscaremos. Juntos.
Porque allá, en la cima del valle, seguimos estando juntos, y en mi interior os sigo queriendo, y sigo pensando que vale la pena pelearse por vosotros. Con vosotros, a vuestro lado.
Así que, una vez pasado el pánico, me pongo de pie, le aprieto fuerte la mano a al-Ahmar y desafío con la mirada a las catapultas convencionales que me apedrean el castillo. Les tengo miedo, les tengo pavor. Pero no conseguirán detenerme. Porque si el mundo que me rodea tiene tan claro que mi sitio está allí, yo no puedo permitirme dudarlo.
Lo conseguiremos. Seguro. De alguna manera. Y si sale peor, bueno. Nos quedarán esos buenos ratos que pasamos, pensando que podíamos comernos el mundo.
La encontraron dormida y con el alma lejos.
Volando lejos.
Cosas que tienen que ver, una estudia árabe y le cambia la polaridad del cerebro. El puerta, el guerro, la cocha. Después de esto, la Sol se llama Lorenza y el Luno se llama Catalino.
Shoukran yaziilan, Sulaimaniye. Te ohebuka que reviento.
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