Cuando llegué a casa, lloré y me acordé de los demás. Me pregunté qué problemas tendrían más allá del pañuelo en el cuello y de la flor de lis, más allá de la programación semanal y las esterillas-huevera.
Lloré, claro. Porque no es fácil enfrentarse a otras realidades, pero ellos lo hicieron. Con nosotros, durmieron cuatro horas y cargaron cajas con galletas para repartirlas a aquellos que no pueden quejarse de dormir en el suelo. Preparamos café y ellos lo ofrecieron. Vieron el mundo de madrugada, cuando los fantasmas aún van por la ciudad y la mañana se está quitando las ojeras. Compartieron la vida, el desayuno y las historias con gente que ahora ha hecho de la calle su hogar. Estuvieron magníficos. Estuvieron ahí. Enteros, cercanos, impecables. Lo pasaron bien, porque gente simpática hay en todos lados. Pero también lo pasaron mal. Se asustaron, sufrieron... sin marcharse. Ahí estaban, campeones de verde, futuros scouters.
Ni siquiera los que ya estamos formados somos conscientes de todo cuanto cabe en sus corazones. Intentamos sacar lo mejor y enseñarles, al tiempo que nos enseñamos a nosotros mismos, a mirar más allá. A proyectar. Fuera, hacia fuera, hacia los demás. La enfermedad de este siglo y de nuestro mundo es precisamente la contraria; el ego, el yo, el "mis problemas". Nosotros, como muchos más, creemos que podemos ayudar a sanarlo. Por eso los sacamos de la rutina, nos sacamos a la calle y salimos a dar de desayunar.
Les hicimos reflexionar y, una vez más, nos sorprendieron. Pensaron que no iban a cambiar el mundo con aquello, pero que sí habían cambiado el día de unos pocos. Que así se empezaba una gran cadena, una corriente eléctrica que transmite amor. Aceptaron que somos responsables de que esa gente se sienta diferente, y no se sorprendieron de encontrar rechazo. Como tampoco de encontrar avaricia. Dijeron que, más que las galletas y los bollos, esas personas habían agradecido la conversación, el interés, el cariño.
Lalo, un hermano que será padre, que me invitó a una Coca-Cola la madrugada del viernes, les dio un discurso que ojalá pudiera recordar. Les habló de reventar la dinámica de la diferencia, de que todos somos iguales, les dijo que todos merecemos el mismo respeto y el mismo cariño, porque ellos también son seres humanos con corazón y alma, a los que la vida no trató demasiado bien. Si nos tienen a nosotros, a los que queremos acercarnos, es mucho más que tener la nada de todos los días.
Los rutas fueron a dar de desayunar a los mendigos y se sintieron más humanos. Posiblemente, ellos también. Humanos frente a humanos, sin nada mediando entre ellos. Sólo café en termos que habíamos traído. Aprendieron de la vida, y estoy convencida de que pudimos sentirnos orgullosos.
Yo también aprendí. Siempre es útil que otras personas te enseñen a ver más allá de tu pequeña realidad y tu día a día. Que pienses en el resto del mundo, que te esfuerces por darte algo más, que no hace falta cruzar el mar para levantar unos cuantos corazones.
Fue duro, pero ahí estuvieron. Porque es lo que se espera de nosotros. Porque, en algún momento de nuestra vida, no importa cuándo, es lo que prometidos.
Estar siempre listos.
Cosas que tienen que ver, ha sido un gran fin de semana.
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