16 de enero de 2017

El día en que me marché, yo no escribí nada

En el pasillo hace un frío helador, pero apenas lo noto porque los recorro a toda velocidad. Estoy buscando a alguien. Estoy buscando al Rojo. Pero no le encuentro. He pasado seis veces por todas las habitaciones de los alcázares que tengo en la cabeza y no soy capaz de dar con él. El nerviosismo me golpea fuerte las sienes y en la boca del estómago empieza a formarse la desagradablemente familiar ansiedad. Dónde está, me pregunto. Dónde está. 
Por séptima vez entro en el estudio, donde hasta hace un momento Avani consultaba unos libros, pero de pronto tampoco está allí. 
—¿Avani? —le llamo. No tengo respuesta. Arrugo el entrecejo; no ha podido salir de la habitación sin cruzarse conmigo—. ¡Avani! —intento otra vez. 
Las paredes empiezan a moverse y mi imaginación, contaminada por las preciosas arquitecturas de Azur et Asmar, empieza a cambiarlo todo a mi alrededor, colocando arcos donde antes no los había, abriendo y cerrando vanos a voluntad y haciendo aparecer y desaparecer objetos. Me aparto de la puerta y echo a correr hacia una de las terrazas. Escrutino el atardecer con rabia, porque ya no se me ocurre dónde buscar y el único que podía darme pistas se ha esfumado. Me apoyo sobre los puños cerrados y aprieto los dientes; estoy enfadada. He mirado en todas partes. En todas. Y al-Ahmar no está. 
¿En todas? Una voz interior, más interior que el hecho de estar viviendo en mi propia cabeza, me susurra: ¿estás segura de que has mirado en todas partes? No. No, hay un lugar a donde no he ido. Levanto la cabeza y se me enciende la bombilla. Ya sé dónde está el Rojo. O, al menos, dónde espero que esté. 
Dirijo mis pasos hacia ese lugar que sé que nunca cambia, que es inmutable a pesar de todas las restauraciones que ha sufrido, y aparezco por los arcos de uno de sus múltiples jardines. Encuentro a al-Ahmar sentado a la turca al borde de la alberca, con el laúd sobre las rodillas y balanceándose suavemente de un lado a otro, siguiendo la música. Pliego los labios y me acerco despacio, porque no le quiero molestar. Y tampoco sé cómo decir lo que vengo a decir. Tengo un nudo en la garganta. Cuando me arrodillo a su lado, el Rojo no se detiene, sino que abre un ojo y me sonríe.
Salam, Seannachie. Kaifa haluki?
La presión en mi estómago aumenta y creo que me estoy mareando. Ya he vivido esta situación, pero al revés. Y, otra vez, no sé qué hacer ni qué decir. Al-Ahmar coloca el laúd un lado y, con las manos sobre las rodillas flexionadas, se dirige a mí de nuevo, con una tranquila sonrisa y sus ojos verdosos reluciendo con los reflejos del agua.
—Sé lo que vienes a decirme —murmura—. Y quiero que sepas que lo entiendo.
Me empieza a temblar en labio inferior. Él me coge la mano.
—Ha sido un año terrible. Fue una decisión terrible. Y aunque puede que hayas aprendido mucho, creo que eres lo bastante inteligente como para saber cuándo detener un sufrimiento innecesario —su voz es serenidad y aplomo, como corresponde a un sultán—. Siento todos estos meses, mi vida. Siento cada una de las lágrimas y las gotas de sudor. Siento que hayamos sido nosotros los que te hemos provocado esto.
—No es cierto —consigo responder, y sorbo por la nariz. No puedo evitarlo, ya estoy llorando. Qué facilidad tengo últimamente para hacerlo—. No has sido tú. Ni tu gente. No tenéis nada que ver —me tomo un tiempo para recuperar la calma y aparece mi conocida verborrea innecesaria y nerviosa—: Nunca te pedí perdón por huir. 
Al-Ahmar arruga el entrecejo. 
—¿Huir? ¿Quién huye?
—Yo —contesto, y termino de derrumbarme en sus brazos—. Otra vez. Como siempre. Soy incapaz de continuar lo que empiezo. No soy lo bastante valiente como para quedarme y pelear. Lo siento mucho. Siento haberte decepcionado otra vez. Siento ser así de cobarde.
—Avani no salió de Alamut cuando tendría que haberlo hecho y ahora no puede escribir con la mano izquierda —dice él, severo—. Yo no me marché de Arjona y, está bien, ahora soy sultán, pero fue a costa de muchas vidas. Vidas que no tendrían que haberse perdido. Luchar hasta el agotamiento no es valentía, sino estupidez. Hay batallas que no podemos ganar. Tener el coraje de admitirlo no es en absoluto cobarde. 
Me besa en la frente y sonríe de nuevo.
—Lo sé todo. Lo sé, porque lo he vivido contigo. Como también sabía que este no era tu sitio. A mí no tienes que darme explicaciones, ¿te acuerdas?
Le hace un gesto a Avani, que estaba esperando educadamente junto a los arrayanes y se acerca despacio. Se sienta a mi lado y me pasa el brazo por los hombros. Con la nariz atascada de mocos miro al sultán rojo de la Alhambra, que sigue teniendo ese hermoso brillo de agua y sol en las pupilas.
—Vuelve —me susurra—. Vuelve a donde siempre has pertenecido. Y si me dejas, yo te acompañaré toda tu vida. 
—Tenemos trabajo que hacer, Seannachie —interviene Avani, y me invita a mirar al cielo—. Hay alguien que lleva mucho tiempo esperándote. 
Una sombra oculta el sol y el Safir-i Simurgh resuena por las paredes de mi cabeza y hace que se me pase un poco el ataque de llanto. Avani y al-Ahmar se miran. Vuelven a abrazarme los dos y de verdad espero que el sol que saldrá mañana ilumine lo que pueden llegar a ser verdades, y no deseos. 

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