2 de agosto de 2016

Los pilares del cielo

"Papá, yo soy como Firuz. Es ver el agua y se me dibuja una sonrisa." 



Nunca me había planteado hasta qué punto la montaña era un hito en mi vida hasta que no he estado delante de ellas, a los pies, contemplando su grandeza. Son imponentes, poderosas y bellas, fuertes, que no sucumben contra las tormentas ni los vientos sino que los aguantan firmes. Se desgastan por el impacto, pero se mantienen firmes. Sujetando como los cimientos que son las verdades que nosotros queremos leer sobre ellas, en lo que los mongoles llamaban el Gran Cielo Azul. 
La montaña es una representación en la naturaleza de todos mis valores personales. Es el poder para soportar, es la firmeza para decidir, es la estabilidad para aguantar. Es la gloria de ascender, es el frío de la libertad, es el puño hendido en la roca sobre el que levantarse. La vida me va guiando poco a poco hacia mis verdades, y estas montañas que ahora me rodean son la prueba de ello. La vida me llevó hasta Simurgh, que vivía en la montaña, y gracias a cierta persona y a los textos de nuestros antepasados mis pasos se fueron acercando poco a poco a las cimas del mundo, al último contacto de la tierra con lo que hay más allá, sobre nuestras cabezas. 
Se me apareció la montaña de Anzû y la de Simurgh, las montañas iraníes y avésticas, los dientes que muerden el cielo hasta conseguir que sangre. Y no entendí lo que eran hasta ayer, hasta hoy. 

Hoy, que me he zambullido en las aguas heladas de un ibón al pie de los picos que me miraban desde arriba, consintiéndome la humanidad, dejándome jugar, permitiéndome ser niña y mujer bajo sus ojos atentos. Estar bañándome en aquella piscina natural con esas maravillosas vistas me ha hecho darme cuenta de muchas cosas que reservo para mí. He pensado en Buru, solo en la montaña, acompañado de un buey y una cabra. He pensado en Firuz, perdido en el bosque, que finalmente encontró la salida porque se decidió a confiar en los árboles. He pensado en mí y en la persona que caminaba conmigo. He pensado mucho, absorta en la contemplación de las cumbres. Y a punto he estado de matarme varias veces por no mirar dónde estaba poniendo los pies, dicho sea de paso. 

Por cierto, he tenido también mi regalo de bosque. Desde la ladera de la montaña he podido contemplar la magnificencia de la creación en el mar de hayas que todo lo cubría. Majestuosas y protectoras, nos han permitido a mí y a mi padre descansar bajo su sombra y escuchar todos los sonidos que el bosque nos regalaba. He sentido el miedo de perder la senda y encontrarla, he vivido la tensión de estar a punto de despeñarse pero de repente encontrar el punto exacto de apoyo para no errar con mis pies.

He tenido el privilegio de poder observar la tierra comida por la niebla, con los pedruscos (los que ahora mi padre llama "mis piedros" para que quede constancia de la relación que entre ellos y yo se ha establecido) sobresaliendo como aletas de tiburones de la hierba. Un paisaje digno de El señor de los anillos ha desfilado ante mis ojos y yo he podido estar ahí para disfrutar de su frío y de su viento, abrazada a una sudadera de mi hermano y con el corazón latiendo más fuerte. Para calentarme el pecho y para transmitirle todas mis emociones al resto de mis músculos.

Pero si hasta me he encontrado cuneiforme en Canfranc Estación, hasta dónde está llegando la revelación espiritual de este viaje al norte. 

"Sé amable con el bosque, sé amable con la montaña, y ellos te mostrarán el camino". Esas palabras han tenido sentido ayer, hoy. 
Volveré cargada de sensaciones y experiencias, con los pulmones llenos de una nueva energía y los ojos despejados de cualquier humo que quiera nublarlos. Pero ahora tenía que escribir lo que pensaba y sentía, porque la ruta hasta el ibón de Estanés ha sido maravillosa. Toda una experiencia vital. 



Quería escribir porque hoy soy muy feliz. Las montañas me hacen muy feliz. Y el agua. Y el bosque. 
Y yo, qué idiota, no lo he sabido hasta hoy. 

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