Avani
se puso tenso.
—¿Qué ruido? —musitó, pero el sonido de un trueno se
tragó su voz. La tormenta era inminente. Sobre sus cabezas, nubes negras se
empujaban las unas a las otras, peleando por un lugar en el cielo. Pero aparte
de eso, no se escuchó nada más.
Al-Ahmar no se movió; sus oídos esperaban y sus pupilas
buscaban. La chica tuvo un mal presentimiento. Sin embargo, no se escuchó otra
cosa que los truenos. Avani suspiró e hizo ademán de seguir andando.
—Será mejor que nos movam…
No terminó la frase, cuando un violento temblor
sacudió la tierra. Los hizo tambalearse a los tres, removió las mismas entrañas
de la montaña. La tierra se agitó como si estuviese viva, intentando retener
una fuerza salvaje. Los tres cayeron al suelo. La chica se clavó las piedras en
las palmas, Avani dio de costado contra una roca, al-Ahmar consiguió agarrarse
a la pared para no perder el equilibrio. No les dio tiempo a preguntarse a
gritos qué estaba pasando.
Un rayo iluminó la repentina oscuridad que los
envolvía, y lo siguió un terrible trueno. El suelo continuaba agitándose.
Entonces apareció en el cielo. Una figura gigante,
negra como una nube más, pero que avanzaba hacia ellos a una velocidad
alarmante. Los rayos y los truenos se multiplicaron, la lluvia empezó a caer
como si el mismo mar se estuviese derramando desde arriba. No tardaron mucho en
estar calados. Pudieron diferenciar que agitaba unas descomunales alas, y que
dos luces encendidas eran los ojos que los miraban.
La criatura hizo un giro en el aire y ascendió. El
temblor cesó un instante, y la chica se puso de pie. Avani y al-Ahmar se
quedaron petrificados ante aquella bestia gigante. Tenía la forma de un pájaro,
pero de ninguno que ellos pudieran identificar. Era enorme como la misma
montaña, negro como las nubes que descargaban rabiosas. Ella los sacó del ensimismamiento
de un grito aterrorizado:
—¡Corred! ¡Corred, corred, corred!
La bestia abrió su enorme pico serrado y dejó escapar
un grito que los paralizó y mordió por dentro todos sus músculos.
Instintivamente, se llevaron las manos a los oídos y rodaron con un nuevo
temblor de la tierra. Sus gritos fueron cubiertos por más truenos. La lluvia
les congeló los huesos. Por un momento, temieron que se ahogaban por todo el
aire que se había escapado de su garganta y el agua que les caía encima.
Al-Ahmar hincó una rodilla en la tierra, levantó a
Avani de un tirón y agarró a la muchacha por la cintura. Empezaron a correr los
tres en dirección sur, pero perdieron la orientación a los pocos pasos.
Simplemente huían.
De repente, el pájaro cargó. Cayó sobre ellos como un
meteoro. Afortunadamente chocó contra la ladera de la montaña, pero el temblor
que esto provocó bastó para separarlos de nuevo. Avani y la muchacha fueron a
dar contra unas enormes piedras que formaban un recoveco. El filósofo no se lo
pensó, y se arrastró tras ellas con la chica. Tragó saliva y sintió el sabor de
la sangre en los labios, mezclado con la lluvia. Ella le clavó las uñas en la
muñeca.
—¿Y al-Ahmar? ¿¡Dónde está!?
Avani sacó la cabeza y casi estampó la de ella contra
la roca, para que se mantuviese escondida. Buscó al nasrí con los ojos desorbitados, pero con la lluvia y la oscuridad
era imposible ver nada. Tampoco había rastro de aquel monstruo.
Al-Ahmar apareció recortado contra la tromba de agua.
Cuando el filósofo sentía una bocanada de alivio en su corazón y ya alzaba el
brazo para indicarle dónde estaban, el pájaro dio un nuevo grito. Los tres se
retorcieron de dolor, y la criatura localizó al nasrí. Se le echó encima con las alas abiertas. Él tuvo tiempo de
desenvainar la jineta y hundirla en una de sus garras. Tres garras en cada
pata. Solo tres.
El monstruo aleteó; aquel rasguño era imperceptible.
Soltó un nuevo alarido y atrapó a al-Ahmar con las garras. Lo alzó en el aire y
lo aprisionó contra la pared de piedra. Presionó y el nasrí gritó de dolor. Avani no pudo evitarlo y salió de su
escondite.
—¡Muhammad! —como una flecha pasó por su lado la
chica, corriendo en dirección al monstruo—. ¿¡Qué haces!? ¡¡Ven aquí!!
La criatura escuchó los gritos y volvió su cabeza
descomunal. Dejó caer al sultán, que dio contra el suelo como un fardo de paja.
La chica se quedó congelada ante aquella mirada de rayos y fuego. Avani tampoco
fue capaz de moverse.
El pájaro desplegó sus enormes alas y una cortina de
rayos cruzaron el cielo como serpientes enfurecidas. Los truenos sacudieron la
tierra y abrieron grietas en las rocas. La muchacha cayó de rodillas y vio cómo
el monstruo echaba el pecho hacia atrás, dispuesto a cargar. Se echó los brazos
sobre la cabeza y tensó todo su cuerpo contra el suelo.
Avani dio de bruces contra la tierra cuando intentó
correr a su lado. Entonces una estela multicolor cruzó por delante de los ojos
del pájaro. Y otra. Y otra. Tres luces de mil colores empezaron a rodear su
cabeza, sus alas, a molestarlo como moscas. El monstruo dio picotazos al aire
como si quisiera comérselas, agitó la cabeza. El filósofo escuchó un trino
familiar y levantó la vista hacia el vientre de las nubes. Tres hermosos
pájaros intentaban distraer a la descomunal bestia, mientras que a lomos de uno
de ellos una melena blanca se agitaba.
El albino saltó de la espalda de uno de sus hermanos y
cayó de pie frente a la muchacha aovillada, con los ojos enrojecidos y una
flecha en dirección a la frente del pájaro monstruoso. Este clavó sus ojos
encendidos en los iris grises del arquero, con una expresión que aterrorizaría
las pesadillas de todos los mortales. Avani fue incapaz de seguir mirando, pero
tampoco tuvo voluntad para apartar la vista.
Por un momento, solo se escuchó el ruido de la lluvia
cayendo contra la tierra.
Ante el silencio, la chica se atrevió a separar los
brazos. Contuvo un grito. Delante de ella, Zal apuntaba con la misma fiereza al
pájaro igual que lo había hecho antes con ellos tres. No había miedo, no había
un temblor en su cuerpo. Estaba totalmente decidido a soltar la saeta si el ave
no se marchaba. Las gotas de lluvia resbalaban por el arco y por sus dedos
blancos. Las gotas de lluvia empapaban su melena y las dos plumas de Simurgh
que la adornaban.
Finalmente, el monstruo abrió las alas y dio otro
de sus hirientes aullidos, que retorció de dolor al filósofo y a la muchacha,
pero que no consiguió que Zal pestañeara o se quebrase. De hecho, estiró un poco más el brazo,
amenazador. Sus tres hermanos revoloteaban sobre su cabeza, formando un círculo
protector. El pájaro gigantesco se agitó entero, se sucedieron los truenos y
los rayos, pero finalmente barrió el suelo con sus alas negras y se alejó
volando. Zal aún tardó en bajar el
arco; hasta que la terrible figura no se perdió entre las nubes no movió un
músculo.
Entonces relajó todos los músculos y soltó todo el
aire que tenía retenido. Uno de sus hermanos bajó a hacerle mimos. El albino se
dio la vuelta; él y la chica se quedaron mirando unos segundos sin decir nada.
Un intenso intercambio emocional. Duró muy poco. Ella se puso de pie y corrió
junto a al-Ahmar.
A su lado ya estaba Avani, que lo palpaba. El sultán
respiraba pesadamente.
—Háblame, shaqiqy. ¿Dónde duele? Sujétale
la cabeza, habibaty —le indicó a la chica cuando se
dejó caer en el suelo.
Al-Ahmar esbozó una sonrisa forzosamente.
—Te sangra la frente, shaqiqy …
—¿Duele? —repitió Avani, apretando su costado.
Al-Ahmar hizo una mueca y asintió—. No es nada; una costilla rota. Voy a
inmovilizarte, aguanta un poco.
De un tirón, Avani se deshizo el turbante. La cicatriz
que trepaba por su nuca hasta casi la coronilla brilló como si estuviese cosida
en hilo de plata. Empezó a vendar el vientre de al-Ahmar mientras la chica los
miraba a ambos, sin saber muy bien qué hacer.
—Está sangrando mucho… —susurró, con la voz quebrada.
Avani no contestó; lo sabía.
Se giraron los dos cuando el albino se colocó a su
espalda. Respiraba muy deprisa. Tragó saliva antes de hacerles un gesto con la
cabeza.
—Venid. Deprisa.
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