6 de julio de 2014

El albino IV

Avani se puso tenso.
—¿Qué ruido? —musitó, pero el sonido de un trueno se tragó su voz. La tormenta era inminente. Sobre sus cabezas, nubes negras se empujaban las unas a las otras, peleando por un lugar en el cielo. Pero aparte de eso, no se escuchó nada más.
Al-Ahmar no se movió; sus oídos esperaban y sus pupilas buscaban. La chica tuvo un mal presentimiento. Sin embargo, no se escuchó otra cosa que los truenos. Avani suspiró e hizo ademán de seguir andando.
—Será mejor que nos movam…
No terminó la frase, cuando un violento temblor sacudió la tierra. Los hizo tambalearse a los tres, removió las mismas entrañas de la montaña. La tierra se agitó como si estuviese viva, intentando retener una fuerza salvaje. Los tres cayeron al suelo. La chica se clavó las piedras en las palmas, Avani dio de costado contra una roca, al-Ahmar consiguió agarrarse a la pared para no perder el equilibrio. No les dio tiempo a preguntarse a gritos qué estaba pasando.
Un rayo iluminó la repentina oscuridad que los envolvía, y lo siguió un terrible trueno. El suelo continuaba agitándose.
Entonces apareció en el cielo. Una figura gigante, negra como una nube más, pero que avanzaba hacia ellos a una velocidad alarmante. Los rayos y los truenos se multiplicaron, la lluvia empezó a caer como si el mismo mar se estuviese derramando desde arriba. No tardaron mucho en estar calados. Pudieron diferenciar que agitaba unas descomunales alas, y que dos luces encendidas eran los ojos que los miraban.
La criatura hizo un giro en el aire y ascendió. El temblor cesó un instante, y la chica se puso de pie. Avani y al-Ahmar se quedaron petrificados ante aquella bestia gigante. Tenía la forma de un pájaro, pero de ninguno que ellos pudieran identificar. Era enorme como la misma montaña, negro como las nubes que descargaban rabiosas. Ella los sacó del ensimismamiento de un grito aterrorizado:
—¡Corred! ¡Corred, corred, corred!
La bestia abrió su enorme pico serrado y dejó escapar un grito que los paralizó y mordió por dentro todos sus músculos. Instintivamente, se llevaron las manos a los oídos y rodaron con un nuevo temblor de la tierra. Sus gritos fueron cubiertos por más truenos. La lluvia les congeló los huesos. Por un momento, temieron que se ahogaban por todo el aire que se había escapado de su garganta y el agua que les caía encima.
Al-Ahmar hincó una rodilla en la tierra, levantó a Avani de un tirón y agarró a la muchacha por la cintura. Empezaron a correr los tres en dirección sur, pero perdieron la orientación a los pocos pasos. Simplemente huían.
De repente, el pájaro cargó. Cayó sobre ellos como un meteoro. Afortunadamente chocó contra la ladera de la montaña, pero el temblor que esto provocó bastó para separarlos de nuevo. Avani y la muchacha fueron a dar contra unas enormes piedras que formaban un recoveco. El filósofo no se lo pensó, y se arrastró tras ellas con la chica. Tragó saliva y sintió el sabor de la sangre en los labios, mezclado con la lluvia. Ella le clavó las uñas en la muñeca.
—¿Y al-Ahmar? ¿¡Dónde está!?
Avani sacó la cabeza y casi estampó la de ella contra la roca, para que se mantuviese escondida. Buscó al nasrí con los ojos desorbitados, pero con la lluvia y la oscuridad era imposible ver nada. Tampoco había rastro de aquel monstruo.
Al-Ahmar apareció recortado contra la tromba de agua. Cuando el filósofo sentía una bocanada de alivio en su corazón y ya alzaba el brazo para indicarle dónde estaban, el pájaro dio un nuevo grito. Los tres se retorcieron de dolor, y la criatura localizó al nasrí. Se le echó encima con las alas abiertas. Él tuvo tiempo de desenvainar la jineta y hundirla en una de sus garras. Tres garras en cada pata. Solo tres.
El monstruo aleteó; aquel rasguño era imperceptible. Soltó un nuevo alarido y atrapó a al-Ahmar con las garras. Lo alzó en el aire y lo aprisionó contra la pared de piedra. Presionó y el nasrí gritó de dolor. Avani no pudo evitarlo y salió de su escondite.
—¡Muhammad! —como una flecha pasó por su lado la chica, corriendo en dirección al monstruo—. ¿¡Qué haces!? ¡¡Ven aquí!!
La criatura escuchó los gritos y volvió su cabeza descomunal. Dejó caer al sultán, que dio contra el suelo como un fardo de paja. La chica se quedó congelada ante aquella mirada de rayos y fuego. Avani tampoco fue capaz de moverse.
El pájaro desplegó sus enormes alas y una cortina de rayos cruzaron el cielo como serpientes enfurecidas. Los truenos sacudieron la tierra y abrieron grietas en las rocas. La muchacha cayó de rodillas y vio cómo el monstruo echaba el pecho hacia atrás, dispuesto a cargar. Se echó los brazos sobre la cabeza y tensó todo su cuerpo contra el suelo.
Avani dio de bruces contra la tierra cuando intentó correr a su lado. Entonces una estela multicolor cruzó por delante de los ojos del pájaro. Y otra. Y otra. Tres luces de mil colores empezaron a rodear su cabeza, sus alas, a molestarlo como moscas. El monstruo dio picotazos al aire como si quisiera comérselas, agitó la cabeza. El filósofo escuchó un trino familiar y levantó la vista hacia el vientre de las nubes. Tres hermosos pájaros intentaban distraer a la descomunal bestia, mientras que a lomos de uno de ellos una melena blanca se agitaba.
El albino saltó de la espalda de uno de sus hermanos y cayó de pie frente a la muchacha aovillada, con los ojos enrojecidos y una flecha en dirección a la frente del pájaro monstruoso. Este clavó sus ojos encendidos en los iris grises del arquero, con una expresión que aterrorizaría las pesadillas de todos los mortales. Avani fue incapaz de seguir mirando, pero tampoco tuvo voluntad para apartar la vista.
Por un momento, solo se escuchó el ruido de la lluvia cayendo contra la tierra.
Ante el silencio, la chica se atrevió a separar los brazos. Contuvo un grito. Delante de ella, Zal apuntaba con la misma fiereza al pájaro igual que lo había hecho antes con ellos tres. No había miedo, no había un temblor en su cuerpo. Estaba totalmente decidido a soltar la saeta si el ave no se marchaba. Las gotas de lluvia resbalaban por el arco y por sus dedos blancos. Las gotas de lluvia empapaban su melena y las dos plumas de Simurgh que la adornaban.
Finalmente, el monstruo abrió las alas y dio otro de sus hirientes aullidos, que retorció de dolor al filósofo y a la muchacha, pero que no consiguió que Zal pestañeara o se quebrase. De hecho, estiró un poco más el brazo, amenazador. Sus tres hermanos revoloteaban sobre su cabeza, formando un círculo protector. El pájaro gigantesco se agitó entero, se sucedieron los truenos y los rayos, pero finalmente barrió el suelo con sus alas negras y se alejó volando. Zal aún tardó en bajar el arco; hasta que la terrible figura no se perdió entre las nubes no movió un músculo.
Entonces relajó todos los músculos y soltó todo el aire que tenía retenido. Uno de sus hermanos bajó a hacerle mimos. El albino se dio la vuelta; él y la chica se quedaron mirando unos segundos sin decir nada. Un intenso intercambio emocional. Duró muy poco. Ella se puso de pie y corrió junto a al-Ahmar.
A su lado ya estaba Avani, que lo palpaba. El sultán respiraba pesadamente.
—Háblame, shaqiqy. ¿Dónde duele? Sujétale la cabeza, habibaty —le indicó a la chica cuando se dejó caer en el suelo.
Al-Ahmar esbozó una sonrisa forzosamente.
—Te sangra la frente, shaqiqy
—¿Duele? —repitió Avani, apretando su costado. Al-Ahmar hizo una mueca y asintió—. No es nada; una costilla rota. Voy a inmovilizarte, aguanta un poco.
De un tirón, Avani se deshizo el turbante. La cicatriz que trepaba por su nuca hasta casi la coronilla brilló como si estuviese cosida en hilo de plata. Empezó a vendar el vientre de al-Ahmar mientras la chica los miraba a ambos, sin saber muy bien qué hacer.
—Está sangrando mucho… —susurró, con la voz quebrada. Avani no contestó; lo sabía.
Se giraron los dos cuando el albino se colocó a su espalda. Respiraba muy deprisa. Tragó saliva antes de hacerles un gesto con la cabeza.
—Venid. Deprisa.

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