El
grito eufórico de la chica rebotó en las paredes de las montañas. Su eco
pareció enmudecer a aquel sonido. Volvió la calma y el silencio, como si en ese
rincón remoto del mundo no hubiese pasado nada. El rumor del Shah Rud llegaba
de lejos, de vez en cuando un guijarro rodaba por la pendiente. Pero nada más.
Al-Ahmar
clavó la punta de la jineta en la tierra y la hizo girar sobre sí misma. Apoyó
la otra mano en la cadera y resopló.
—Bueno. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Vamos detrás? —preguntó,
señalando con la cabeza el lugar por donde había desaparecido el albino con los
tres polluelos. Avani siguió sus ojos y después arqueó la ceja.
—¿Quieres escalarlo?
—¿Por qué no? —el nasrí
se encogió de hombros—. Es la única manera de seguirlos que se me ocurre.
—No podemos seguirlos —dijo la chica. Los dos
musulmanes la miraron. Ella se apartó el pelo de la cara, sorbió por la nariz y
suspiró profundamente. La emoción del instante anterior parecía haberse
esfumado casi por completo, o eso le pareció a Avani. La chica se ajustó la
capa a los hombros y también alzó la mirada—. La cima del Alborz no puede
alcanzarla ningún mortal.
—¿Y cómo sube nuestro pálido amigo? —insistió
al-Ahmar. No acogía demasiado bien que le dijesen que no podía hacer alguna
cosa. Ella sonrió; una sonrisa dulce y teñida de tristeza. O quizá de
resignación.
—Lo suben sus hermanos. O la propia Simurgh.
—¿Entonces hemos llegado hasta aquí para darnos la
vuelta?
—¿Así de interesante es tu aportación? —lo interrumpió
Avani, que no podía soportar aquella expresión en los ojos verdes de la joven—.
Ya que nuestra propia cultura te la trae al fresco, me encargaré de recordarte
uno de nuestros hadithes: «que tus palabras sean mejores que
tus silencios».
El nasrí se
apoyó el filo de la jineta en el hombro y arrugó el entrecejo, contrariado por
aquella repentina reacción.
—¿Quieres decirme algo, ulema? —farfulló, pronunciando
la última palabra con cara de asco.
—Na’am*,
¡que te calles!
—No empecéis —los cortó la chica de golpe. Se volvió y
les dirigió una mirada divertida —. Me tenéis harta.
—Pues tú no lo tienes viviendo en tu propia casa… —sonrió
al-Ahmar, y le guiñó un ojo. Avani obvió totalmente el comentario y le puso a
la muchacha la mano en el hombro.
—¿Estás bien? —ella asintió. El filósofo también
sonrió—. Esto es un asunto totalmente tuyo. Haremos como nos digas y cuando nos
digas. Para eso decidimos acompañarte.
Al-Ahmar alzó la cabeza.
—Por lo pronto, sería recomendable que buscásemos un
sitio a cubierto —envainó la espada e hizo crujir las vértebras del cuello—. Va
a llover.
La chica dio un respingo.
—¿A llover…? —susurró, tan bajo que ni ella misma pudo
escucharse.
Avani intercambió una mirada con al-Ahmar, después
dirigió los ojos al camino por el que habían venido y finalmente a las alturas.
Tuvo que admitir que el sultán tenía razón; el cielo se estaba oscureciendo y
la niebla se estaba espesando.
Lo sorprendió un repentino abrazo de la muchacha.
—¡Estoy bien! De verdad —le dedicó una enorme sonrisa —.
No creas que esto ha sido una decepción. Al fin y al cabo, ni que hubiésemos
venido a cazarla.
El filósofo se rió con suavidad y le devolvió el
abrazo.
Volvieron sobre sus pasos, y hasta que no terminaron
de atravesar el estrecho paso de piedra, ninguno habló. Finalmente, al-Ahmar
rompió el silencio.
—¿Por qué está aquí ese niño? Podría hacer mil chistes
sobre lo alejado de la civilización que está este sitio, pero se encuentran
también muchos salvajes tras las murallas de una ciudad. Yo entre ellos —Avani asintió
con efusividad—. Pero, ahora hablando en serio… ¿qué hace aquí?
El filósofo se apoyó en la pared y dejó que fuese ella
quien respondiese.
—En realidad es como tú —dijo, y le dio un cariñoso
golpe en el hombro—. Es un príncipe.
—¿Que el degenerado ese es un príncipe? —repitió el nasrí, señalando con el pulgar hacia
detrás —. Pues le hace falta una dosis importante de calma en ese cuerpo tan
blanco.
—Tampoco es que tú seas el culmen del autocontrol —comentó
Avani.
Al-Ahmar lo fulminó con la mirada y este se la
sostuvo. Ella simplemente los ignoró.
—Es el hijo del rey Sam —explicó, mientras bajaba unos
metros muy despacio—. Estaba desesperado por tener descendencia, y finalmente
su consejo de sabios le anunció que su esposa estaba embarazada. Pero cuando
nació ese niño, mandó que lo llevasen lo más lejos que pudiesen. Supongo que el
Alborz era la opción perfecta.
—Como para muchas otras cosas —apuntó Avani, y ella le
sacó la lengua.
Al-Ahmar dio un salto para salvar un desnivel y les
tendió la mano para ayudarlos a cruzar.
—¿Por qué?
—Por el pelo —el nasrí
abrió mucho los ojos, con icredulidad. Ella se señaló la cabeza y se encogió de
hombros—. Al ser blanco, pensaron que podía ser algún tipo de marca demoníaca.
Como si el niño hubiese nacido maldito. Así que se deshicieron de él.
—¿Y lo trajeron aquí? —insistió al-Ahmar—. ¿Qué tiempo
tenía ese niño?
—Ocho días —contestó la chica, con naturalidad. Con
demasiada naturalidad, para el gusto del sultán—. Quizá dos o tres más.
Avani pasó por delante de él y siguió caminando. El nasrí se quedó clavado en el sitio, sin
poder dar un paso. Sus dos compañeros se volvieron. La turbación había invadido
sus ojos claros. Era totalmente incapaz de concebir algo así. Negó con la
cabeza, como preguntando a las piedras del suelo. Avani sintió que el corazón
se le encogía cuando la voz profunda de ibn Nasr dijo:
—¿Qué tipo de padre… sería capaz de algo así? —el
filósofo suspiró. Fue como si viese dentro de la cabeza de su amigo. Estaba
pensando en Muhammad, su propio hijo. Y con nostalgia recordó la expresión de
al-Ahmar cuando lo sostuvo en brazos por primera vez. Se enorgulleció, aunque
no dijo nada; aquella era la compasión de un sultán—. No hace falta que sea padre, ¿qué clase de hombre es capaz de abandonar en el monte a una criatura? Dios mío, estamos
hablando de un bebé de días…
—El mismo que hace un momento te estaba apuntando con
una flecha, sadiqy**
—bromeó Avani, en un intento de disipar la tensión. Pero el nasrí no pareció escucharlo. Les dirigió
una mirada que los removió por dentro; la pura expresión de la misericordia.
—¿Y su madre…?
La chica se dio cuenta de que no tenía respuesta para
eso. Avani tampoco.
—Probablemente se quedase destrozada —murmuró—. Eso,
si consiguió no morirse de tristeza.
—Su madre está viva —los tranquilizó ella. Caminó
hasta al-Ahmar y lo cogió con cariño del brazo—. Aunque no imagino por lo que
ha tenido que pasar.
—Sí… Que drama, ¿no? —el sultán volvió a ser el de
antes y esbozó una sonrisa—. Estar impaciente por darle a tu señor un heredero,
y cuando lo consigues… te dicen que está defectuoso. No debe de ser lo más
agradable del mundo. Hay mucho esfuerzo en concebir un crío.
Ella soltó una carcajada. Avani puso los ojos en
blanco, pero también estaba sonriendo.
—Y yo que creía que te había dado un repentino ataque
de cordura. Está claro que no puedes pedir imposibles a Dios —sacudió la mano,
como para espantar las palabras de al-Ahmar.
El nasrí
pasó a su lado y le dio un golpe, cariñoso pero brusco, en el hombro. El
filósofo casi se fue al suelo.
—Ohebuka aydan,
shaqiqy***.
—Del monte tenía que ser —protestó el filósofo,
mientras se colocaba bien el turbante—. ¡Bruto!
Ella se tapó la boca con la mano, pero siguió riéndose.
Pero de pronto al-Ahmar giró el tronco, y sus ojos escrutaron el cielo. Se hizo
el silencio. Avani conocía esa mirada.
—¿Qué ocurre? —se atrevió a preguntar.
Los ojos claros del nasrí emitieron un brillo inquieto.
—No me ha gustado ese ruido.
—No me ha gustado ese ruido.
* Sí / ** Amigo mío / *** Yo también te quiero, hermano mío.
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