—¿Los hermanos? ¿Los hermanos
de quién? —farfulló al-Ahmar, y levantó demasiado el brazo que sostenía la
jineta. El arquero volvió la punta de la flecha hacia su cuello.
—¡Baja el arma! —aulló.
Sus ojos claros empezaron a enrojecerse de la ira.
—Apelo al sentido común, sayyid*,
¡apelo a cualquier traza de raciocinio que quede dentro de vuestra pálida
cabeza! —gritó Avani, histérico. Seguía sin bajar los brazos y sus palmas
apuntaban al cielo—. Ya le hemos dicho que no somos enemigos, ¡así que hacedme
el favor y calmaos! —la chica no estuvo segura de si de verdad el filósofo se
lo estaba diciendo al albino o si más bien se lo estaba pidiendo a sí mismo.
Pero
ninguno hizo un solo movimiento; ni el guerrero blanco de las montañas ni el
guerrero rojo del último reino de al-Ándalus. Como fieras, seguían vigilándose,
atentos a cualquier cambio en el contrario.
La
chica miró hacia arriba cuando percibió un aleteo. Los ojos claros del arquero
la apuntaron. Pero no la apuntó su arco. Su corazón se aceleró. Sobre ellos, a
poquísimos metros, los pájaros daban vueltas, ocultos por el velo protector de
la niebla. Esperando. Parpadeó varias veces para contener las lágrimas de
emoción.
—Al-Ahmar —susurró—, baja la
espada.
—Maatha? —replicó él, y
volvió la cabeza en un respingo—. ḥaqqan?**
—Na’am! Bájala —repitió ella, y ni en su voz ni en sus ojos hubo
atisbo de duda.
El nasrí se lo pensó. Después de echar un vistazo a su propia arma y
al arquero, que seguía en tensión, tomó aire profundamente y envainó la jineta.
El albino cambió de peso los pies y destensó y tensó de nuevo los nudillos. Sus
manos pálidas marcaron la rojez de estar apretando el arco con
demasiada fuerza. Pero en sus ojos Avani pudo percibir un atisbo de duda. Ya no
estaba tan seguro de querer soltar la flecha. O, al menos, eso quiso creerse.
Después de unos segundos
tensos, el arquero de cabello blanco bajó su arma, pero no relajó el resto de
su cuerpo.
—Alhamdulillah…*** —musitó Avani, y dejó caer los brazos.
El aleteo se hizo más fuerte.
La chica apretó las manos,
visiblemente emocionada.
—Son los hermanos de Zal —dijo,
con un hilo de voz—. Son las crías de Simurgh.
Por sorprendente que pudiese
parecer, Avani creyó que el albino palidecía. Más aún. No fue exactamente el
color de su rostro lo que cambió. Fue la expresión. Sus ojos claros estaban
clavados en la muchacha. Casi se atrevió a pensar que con miedo.
—¿Conoces a mi madre…? ¿Quién eres tú? —le preguntó a ella,
directamente.
Ella esbozó una sonrisa.
—Somos amigos.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—No es lo único que sé de ti —se
atrevió a dar un paso, pero el joven ante ella se revolvió. Como si fuese a
desaparecer entre la niebla, igual que un gamo asustado. Su fiereza había
desaparecido. Se quedó quieta y estiró los dedos, en gesto pacificador—. Sé
quién eres. Te conozco, Zal. Y sé por qué estás aquí.
Al-Ahmar, despacio, se colocó
junto a Avani. Soltó un resoplido y refunfuñó muy bajo:
—Alla’nah****, pero si es
solo un crío. Me ha confundido con lo alto que es. Fíjate, no tiene ni un pelo en ese mentón translúcido. Quince,
dieciséis años, no más. Roza los dieciocho como mucho. Y casi hace que te
exploten los nervios, alla’nah!
—¡Vigila ese lenguaje, que se supone que eres sultán! Y discúlpame por tenerle
algo de aprecio a mi vida, me ha costado sus buenos años encauzarla por el buen
camino —se defendió el filósofo, en otro susurro.
—A mí me preocupa más lo que
ese desquiciado pueda hacerle a la niña. Le faltará vida para arrepentirse si
le pone la mano encima —los ojos de al-Ahmar relampaguearon. Pero Avani no se
amedrentó. Cruzó los brazos y bufó.
—Gran frase para pasar a la
historia. ¿Quieres que tome nota para cuando me pagues y escriba tus memorias?
—Cállate.
La chica había conseguido
acercarse a Zal mucho más de lo que esperaba. De cerca, podía adivinar, igual
que al-Ahmar y Avani, que en realidad era más joven que ella. Su cuerpo
endurecido por la montaña y las pieles que lo cubrían daban una falsa primera
impresión. Sí pudo diferenciar un atisbo de vello en su barbilla, y muchas,
muchas cicatrices. Sus ojos eran cristales teñidos de gris, brillantes en todo
momento. Y su pelo blanco de verdad, como la nieve. Tenía los labios
ligeramente amoratados, tal vez por el frío, el nervio o ambas cosas. De la
cinta que le cruzaba la frente colgaban varios abalorios de hueso y una pluma.
Una magnífica pluma.
El grito de un pájaro hizo
que los cuatro mirasen hacia arriba. Para los tres viajeros, fue como escuchar
un águila; pero sabían que ambos sonidos solo se parecían ligeramente.
Rápidos como las flechas que
Zal pretendía disparar, tres aves los rodearon y se pusieron a revolotear
alrededor del albino. Éste se quedó muy sorprendido cuando la muchacha ante él
dejó escapar un par de lágrimas y se cubrió la boca con las manos.
—Tus hermanos… —la escuchó
balbucear.
Avani y al-Ahmar también
estaban perplejos. Los pájaros tenían el tamaño de un ternero joven y fuerte.
Sus plumas eran de mil colores, sin que pudiesen averiguar si alguno
predominaba sobre el otro. Sus cabezas estaban coronadas con un incipiente
tocado de plumas, que posiblemente se haría más grande cuando alcanzasen la
madurez. Pasaba lo mismo con sus colas, que aunque múltiples eran cortas, como
el antebrazo de cualquiera de los dos. Y sus ojos eran expresivos como los de
un ser humano, oscuros como el kohl,
brillantes como las estrellas.
El arquero les acarició el
cuello y les dedicó algunos mimos, pero sin despegar la vista de los tres
desconocidos a los que había estado a punto de disparar. Realmente estaban
maravillados ante la vista de sus hermanos.
Entonces se escuchó otro
sonido, y por el eco pareció que venía de todas partes. Más profundo, más
intenso, más poderoso. Zal dio un pequeño paso hacia atrás cuando la chica cayó
de rodillas contra la tierra.
Arani y al-Ahmar dieron un
salto para ponerse a su lado. El filósofo la tomó por los hombros.
—¿Estás bien, ya habibi*****?
—Sí, sí —tartamudeó ella,
mirando frenéticamente a todos lados—. Me han fallado las pier…
La interrumpió aquel sonido
de nuevo. Los polluelos levantaron la cabeza y echaron a volar. Zal hizo ademán
de seguirlos, pero se volvió un momento. Miró a los ojos verdes y llorosos de
la chica. Y sus pupilas se encogieron de extrañeza y rechazo. Dio un salto y se
encaramó a un peñasco. Tardó poco en perderse en la niebla, corriendo detrás de
sus hermanos.
Al-Ahmar, cohibido, miró
hacia arriba. Hacia donde adivinaba la cima del monte Alborz. Tragó saliva y
murmuró la fatiḥa muy deprisa, en un repentino ataque de superstición.
Avani puso a la muchacha de pie y fue a decir algo, pero aquel sonido los silenció
por tercera vez. Ella le apretó muy fuerte los dedos; estaba temblando. Entonces,
el filósofo creyó entenderlo.
—Es una llamada —parpadeó
muchas veces, como para clarificar la respuesta ante sus ojos—. ¡Claro!
—¿Está… llamando a sus crías?
—preguntó al-Ahmar, con la ceja arqueada.
—Sí —respondió ibn Tahir, con
una enorme sonrisa en los labios. Movió la mano arriba y abajo muy deprisa,
desbordado por la emoción —. Pero no es cualquier grito; qué va. Es… es una
llamada, es… safir.
—Safir-i Simurgh —terminó la chica, que de verdad estaba llorando. Se
limpió la nariz con la manga y en medio de todo su dramático moqueo pudo decir—:
La hemos encontrado. ¡Es ella! ¡ES ELLA!
*Señor / ** ¿Qué? ¿En serio? / ***Gracias a Dios / ****Joder / *****Apelativo cariñoso
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