31 de enero de 2014

Hazme un muñeco de nieve

Hoy ha sido un día malo.
¿He estado triste? No. Dije "malo", no "triste". Mi humor se ha mantenido bastante estable durante todas las horas de sol. Pero ha sido uno de estos días en los que la pesadez ancla el cuerpo a la silla, o la espalda a la cama, y van pasando los minutos sin hacer nada productivo, ni para ti ni siquiera para la casa. Poner una lavadora no es precisamente salvar el planeta. Y el problema de cuando te quedas mirando las musarañas es, en mi caso, que se inicia una actividad mucho peor: pensar. Pero no pensar en una forma inteligente de arreglar alguna historia, o una tabla de ejercicios nueva, incluso un inicio de apéndices para la tesina. No. Para nada. 
Mi cabeza entiende por "pensar" algo común y poco divertido. Para mí pensar es empezar a planteármelo todo. En concreto, a repasar todos y cada uno de mis errores, punto por punto. Hasta buscar en las redes sociales a aquellas personas con las que compartí un instante de mi vida, ver que efectivamente les va muy bien a pesar de todo (uno no va derramando lagrimones o fotos depresivas en internet, seamos realistas). La culpa de esto, mal que me pese, la tiene una ciudad a la que estoy erróneamente idolatrando. Digamos que me vienen bien estos recuerdos ácidos que se quedaron allí. En concreto, gente que consiguió anclarse de manera social y más fuerte a sus calles y sus paredes. Gente por la que yo no regresaría, porque no me sentiría capaz de afrontar lo que fue.
Básicamente, en eso ha consistido mi día. En plantearme, otra vez, todas esas cosas que no he hecho bien, volver a todos esos momentos en los que me cruzaría la cara para actuar de otra manera, esos golpes repetidos, siempre lo mismo.

Y, de repente, ellas.
Ellas, que han estado siempre. Las que se mantienen con el paso de los años. Ellas, con las que puedo compartir hasta el pensamiento más íntimo, la locura más desorbitada, el dolor más profundo. Ellas han aparecido a salvarme, una vez más, de la tormenta. Será cierto que el viento le puede dislocar los hombros a un dragón. Ellas me recogen en plena bocanada de aire y vuelven a elevarme. Porque me hacen sentir que, si con ellas me quedé, quizá fue porque valieron la pena. Que todo aquello que pasó no importa, porque en sus ojos cuenta la persona que soy ahora, la que he sido a su lado y en la que podré convertirme gracias a tenerlas. 
Necesitaba un día de ellas. Un día de escucharlas y sentirlas tan dentro, donde de verdad están. Un día de imaginar que Aro de Plata corre con la lengua fuera hacia sus brazos abiertos, un día de ver películas y escuchar música que nos gusta a las tres. De recordar y de planear que vamos a gritarle trospienge al castillo de Pierrefonds. 
Son mi salvación, otra vez. Hace ocho años que las conozco, ocho años que entré a formar parte de una familia que me cambiaría para siempre. Ellas no lo saben, o sí lo saben (lo repito mucho). Con ellas vuelo, porque es fácil. Porque me hacen sentir grande, gorda y comedora de vacas, capaz de cantar con vozarrón de barítono hazme un muñeco de nieve y seguir siendo temible. 
No son candidatas a ningún Óscar, no tienen un sueldo desorbitado o un armario que envidiaría Coco Chanel. No conducen cacharros de lujo, no hablan siete idiomas, no tienen un linaje tan antiguo que se pierde en las nieblas del tiempo (bueno, quizá una sí). Pero tienen el valor y el cariño suficiente como para soportarme y, además, quererme. Tal y como soy. Compartir conmigo aquello que más les importa, lo más profundo, lo que está dentro de verdad. Como para ver conmigo una película y tener que ir parándola porque mi reproducción va más despacio. Como para creerse las cuatro idioteces que les dicen mis apuntes. 
Y es que las quiero. 
Porque me salvan.



Hacedme un muñeco de nieve. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario