15 de diciembre de 2013

El castillo en las nubes

In you and I there's a new land, where fears and lies melt away.



Ayer entró por mis ojos una imagen que es muy complicada de describir. No estoy segura de si sabré hacerlo, pero debo. Es un tributo personal a aquello que tuve la oportunidad de contemplar.

Ayer se alzó la oscuridad y nos cubrió el sol. La sombra de las nubes se proyectó sobre la tierra castellana y se veían pocos metros a la redonda. Y en nuestra primera parada, junto a un río y a un puente mal llamado "romano", apareció un castillo entre la niebla. La húmeda cortina desdibujó la silueta de la muralla mientras iba ascendiendo por el monte. Se me hundían los pies en el barro, se me mojaban las manos y el abrigo. Y de repente estaba delante de mí el testimonio de la antigua muralla. Cuando miré hacia arriba, encontré el primer castillo. La dama que me acompañaba y de la que me convertí en guardiana (no es la dama con D, sino un ama de cría a la que tuve que socorrer un par de veces para que no se despeñara, pobrecilla) había comentado que ella imaginaba el universo medieval así; nublado, amenazado por la niebla, oscuro y frío. No pudo haber mejor representación de aquello. 
La pequeña fortaleza cristiana estaba esperando, oculta entre la niebla. Hasta bien pasado el mediodía no levantó. Las razones que nos habían llevado hasta allí sacaron una de las facetas que tengo más interiorizadas y más normalizadas, pero que sorprendieron a mis acompañantes. Trepo por los muros con una facilidad que ellos calificaron de "increíble". Yo nunca había pensado que eso fuera increíble. Ni mucho menos. Simplemente es algo que llevo haciendo desde que soy pequeña. Me resulta muy sencillo subir por las paredes de roca con las manos y los pies. Saltar de saliente en saliente, correr de puntillas por el perfil de las piedras, trepar. Pensaba que yo podía hacerlo porque todo el mundo podía hacerlo. Ayer descubrí que no. Y me gustó. Era como si la piedra me conociese; "hay que conocer la piedra", pensaba yo, "la piedra no va a dejarte caer". Iba y venía por los peñascos como una cabra montesa. La cabrilla, me llaman ahora. "¿De dónde ha salido?", escuché que preguntaba uno de los profesores. 
Yo era feliz saltando por los muros y correteando por las murallas. Pensar que era ágil me daba más energía para subir más alto. Nunca había imaginado que yo, la niña siempre regordeta, se había transformado en una ágil criatura de monte. En un principio de guerrera. 
Cuando se levantó la niebla, de repente, pude ver el Duero. Y el increíble paisaje que desde allí arriba, el machón donde hubiera estado la torre más alta, se contemplaba. Mi poderosa imaginación eliminó muy pronto las casas y el tendido del teléfono; sólo tenía ojos para las atalayas musulmanas que rodeaban el Burgo de Osma. Un enclave cristiano sitiado por cuatro recias torres, que seguían su camino hasta Córdoba. Con prender una antorcha, el emir (y después el califa) de al-Ándalus podía saber lo que estaba pasando. 
Me sentí... bueno, es difícil explicarlo.

Pero la verdadera sorpresa vino después. Cuando vi, por fin, la fortaleza más grande de toda Europa del siglo X. Una fortaleza califal, a nombre de al-Hakam II, que coronaba y dominaba toda la planicie, desde Logroño hasta la propia Andalucía. 
Gormaz. 
Estaba allí, con sus recios muros de mampuesto, sus tres mihrabs, el mimbar de piedra, el alcázar, el estanque, el paseo de la guardia, la puerta accesoria en arco de herradura, la puerta en recodo. Estaba todo allí. Como ellos estuvieron también, durante tanto tiempo. Sin embargo, mi corazón desbocado aún tenía que enfrentarse a otra sorpresa mayor. 
Se marchó el sol. Lo últimos rayos le dieron a la piedra un brillo ocre y dorado precioso, que las cámaras de fotos pudieron atrapar. El sol se escondió detrás de las colinas muy deprisa, sin que nos diese tiempo a darnos cuenta. Y vino el dominio del frío y la oscuridad. Desde allí, desde el muro con las tres piedras talismán, empezamos a ver una masa de nubes que se acercaba por el oeste. No dejó de crecer. 
Cuando me di la vuelta, el mar de nubes había envuelto todo el valle del Duero, y avanzaba, devorándolo todo. La oscuridad se hacía dueña de aquella planicie. El frío, la humedad, todo lo cubrían. La luna brilló en el cielo, redonda y blanca con su nuur. Aquella marea acariciaba las cimas de los cerros como una lengua helada, creaba formas fantásticas, acariciaba el arranque de los muros de la fortaleza. Nunca vi algo parecido, algo tan bello. Aquel espectáculo de colores, esa maravilla de la naturaleza, no la olvidaré. Gormaz flotaba, un castillo en las nubes. Se alzaba poderosa sobre el resto, despuntando. Gormaz queda testigo de al-Ándalus, que hasta Soria llegó y donde estuvo mucho tiempo. Mi al-Ándalus soñado, mis fortalezas de cuento. 

El gran momento, la catarsis, llegó cuando descubrí una puerta abierta en el alcázar. Al atravesarla ibas a parar a las grandes dependencias, justo debajo, a una distancia de cinco metros. Y de pronto, a la izquiera, unas escaleras. Tuve escalofríos, y no porque ya casi fuera de noche. Las escaleras de guardia. Esas que habían subido tantos otros antes que yo, las escaleras hasta la ventana, desde donde se controlaba toda la fortaleza. Subí. Subí corriendo y trepando, igual que había trepado por la cara oeste del muro. Con las manos desnudas y el rostro cobijado bajo un pañuelo de procedencia árabe. Subí hasta allí, y sentí que conmigo subían otros tantos guerreros; deprisa, sin tiempo, con las manos. 
Apoyé la frente en la piedra y la respiré. Respiré su frío y su memoria. Confieso que la besé; un beso suave que me congeló los labios. Le di las gracias en un susurro. "Gracias; gracias por resistir". Y tuve que marcharme corriendo, igual que había subido.



Me ha atrapado un castillo de tierras yermas y un desierto sin dunas. Me confirmó que vale la pena luchar, resistir cuanto venga. Los vi a ellos paseando por la muralla, los vi trepando la roca, los imaginé acurrucados los unos contra los otros en esas noches de frío terrible. Los imaginé observando el mar de nubes, aquella maravilla, y susurrando "en verdad Dios es poderoso". 
Elegí el camino correcto. Su camino. Ahora estoy cautivada por la belleza de sus muros, la potencia de sus torres, las huellas que dejaron. Y no creo que haya mejor sensación en el mundo, en estos instantes. 

Nunca estas palabras conseguirán reproducir una décima parte de lo que sentí. Para eso hace falta viento, el viento frío del oeste, las nubes devorando la tierra, el sol poniéndose en el horizonte, un pañuelo rojo y blanco cubriéndome la cara, el pelo hacia atrás, y los muros del castillo de Gormaz. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario