Estos dos últimos días han sido extraños. Raros, porque de repente estoy en Valencia otra vez, pero increíblemente pacíficos. He llegado a sentirme mal conmigo misma por no estar más triste, más desanimada, menos... tranquila. Lo cual no deja de ser cómico, es como si la alteración tuviese que estar presente a cada paso, incluso en un funeral.
Mi abuela cerró los ojos después de 93 años, después de levantarse tranquilamente, comerse un flan y sentarse a ver la misa en la televisión, como siempre. Escucharlo me dio todavía más paz. Teniendo en cuenta la ansiedad que llevo a cuestas, lo agradecí.
Entre ayer y hoy he capeado bastantes temporales y me he dado cuenta de que puedo ser tan tanque como support, de que cada vez me importan menos las convenciones y el "lo que toque", si estos me va a hacer infeliz. Aún tengo que trabajar en reforzar mis fronteras, y eso que nunca he sido de muros, pero tampoco me voy a dejar comer por las olas que vengan cuando les apetece. La marea es caprichosa.
Ayer vi a gente que hacía años que no veía. Ayer, una voz que seguía estando afónica me habló desde detrás de una mascarilla y me dijo "quizá no te acuerdes de mí, soy Akela". Y sentí muchas cosas que ahora mismo no puedo ordenar. Pero fueron positivas. En medio de la desazón por ver a todo el mundo cascado, mayor, distante y gris, me sentí bien. Me dio mucha ternura que esa Akela siguiese siendo, para ella y para nosotros, nuestra Akela.
Estoy cansada, he dormido regular y aún queda mucho por delante.
Pero de aquellos de los que tengo que estar orgullosa, estoy orgullosa.
Cosas que tienen que ver, no me puedo creer que siga haciendo tanto calor en este pueblo y que me haya picado un mosquito. Otra vez. Es octubre, me cago en la leche.
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