—Entonces... te vas —me dice Avani. No nos miramos, no nos atrevemos. O por lo menos yo no me atrevo. Pese a todo lo que se viene, sigo pensando que estoy abandonando la cruzada que empecé el año pasado. Que estoy dejando de lado aquello por lo que he estado ocho meses a oscuras, la razón por la que me marché.
—Sí. Eso parece.
—Vuelves a al-Ándalus —susurra, y a mí me da dolor de estómago.
Sé que detrás está esperando al-Ahmar. No dice nada, solo tiene los brazos cruzados sobre el pecho. Me doy cuenta de que siempre hace viento en estas situaciones, y me imagino que le baila la trenza sobre el hombro. Sobre nosotros, brilla la luna sefardita, el atardecer y en general todo. Tengo la garganta seca, porque todavía no estoy recuperada. Sé que tengo que decir algo, pero no puedo.
Avani asiente y hace ademán de despegarse de la barandilla.
Me entra la verborrea de la desesperación. Esa que es tan mía y tan jodidamente inútil.
—Solo serán cuatro años —casi grito, y contengo el impulso de cogerle de la mano—. Luego volveré. Te lo prometo. Si hago bien esta tesis, si me mato a trabajar y lo hago bien de verdad, tendré la oportunidad de hacerme un nombre y ganarme una reputación. Podré volver a Persia y estudiar lo que realmente quiero. Podré dedicarme a Simurgh.
Me mira y me sonríe.
—No tienes que darme explicaciones —estira el dedo y me da un suave golpecito en la frente—. Yo vivo aquí, ¿recuerdas? En este viaje, también voy con vosotros. Además —echa una mirada de soslayo a al-Ahmar, que sigue esperando. Se ríe—, él te necesita más que yo. O por cómo se asoma el futuro, tú lo necesitas más a él. Que no se te olvide dónde empezamos, Laura. Que no se te olvide que la primera de las batallas fue en al-Qabdaq.
Escucho que el Rojo se ríe a medias, pero no dice nada. Menea la cabeza y se vuelve hacia mí.
—Por lo pronto, nos toca descansar —extiende la mano, me mira y en sus ojos veo todo al-Ándalus y todo el brillo rojo de la Alhambra—. Vámonos.
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