Hoy una niña me ha devuelto la paz. Y la fe en la humanidad.
El día no había sido especialmente malo; yo había salido de casa con la intención de disfrutar al máximo, a pesar de todo. Sin embargo, algunas cosas me han salido al paso y han conseguido cabrearme. Aunque al final he concluido que no tenían importancia y que no iban a estropearme el día, ha venido una niña a la tienda que, como decía, me ha devuelto la paz. Casi puedo afirmar que me ha salvado la vida.
Mientras estaba arreglando los raíles con las chaquetas, dos mujeres y esta niña se han acercado justo a los abrigos que yo estaba ordenando. Le querían comprar un abrigo a la niña.
La niña iba en silla de ruedas y tenía parálisis cerebral. Y me ha recordado tantas cosas. Ellas eran de Kuwait y la única que se defendía en inglés era la más joven de las mujeres. Han puesto de pie a la niña y le han probado un par de abrigos. Como he intercambiado un par de palabras con ellas, la niña me tiraba de la manga cada vez que se probada una chaqueta nueva, y daba la vuelta entera para que yo la viese. Era la viva imagen de la ternura. Llevaba un gorro peludo y gigante con orejas de oso, un collar de cuentas de plástico con un cristal rosa y unas bambas a las que no les cabían ni más estrellas ni más purpurina.
Con mi desastre de árabe, hemos intercambiado un par de palabras. "Estás muy guapa", "hola", "la paz contigo", "me llamo Laura". Ella me ha contestado, con una enorme sonrisa, "Hamsa" o "Hamza", soy realmente incapaz de recordar cómo era su nombre exactamente.
Cuando por fin se han decidido, yo le he dado las gracias a la niña con una enorme sonrisa. Sonrisa sincera, por supuesto. Han sido los siete minutos más felices de mi jornada. Entonces, ella me ha cogido la mano para decirme adiós, y yo creía que iba a estrechármela, como cuando nos habíamos saludado. Pero de repente me ha dado un beso. Justo en los nudillos que, casualidades bellas, es donde tengo las dos cicatrices que Londres me ha hecho.
No he podido sino hacer mi sonrisa más grande, apretar sus finos dedos con cariño y decir "shoukran yaziilan" mientras movía la mano. Y entonces han desaparecido detrás de las escaleras mecánicas.
Me he dado la vuelta y he seguido ordenando las chaquetas. Y menos mal que estaba de espaldas a todo el mundo, porque después me he puesto a llorar.
Hamza tenía parálisis cerebral y me ha besado la mano para despedirse. Me ha recordado tantas cosas. Me ha devuelto la paz y la alegría al corazón. Me ha recordado cuáles son las cosas importantes, y que es mucho mejor enfrentarse al mundo con unos ojos llenos de vida y llenos de amor, pese a todo, pase lo que pase, y nunca rendirse por negros que vengan los nubarrones.
Con ese beso ha venido un perdón, un alivio para mi interior, sin yo saberlo.
Gracias, Hamza. Gracias por ser tan bella.
Hoy no puedo ser muda. Hoy me toca desearte "Feliz Navidad". Me toca confesarte que sigo aquí, espiandote por la pequeña mirilla y que, quizás por la emotividad del día, o porque estas cosas se sienten dentro; a mi también se me ha escapado una lagrimilla.
ResponderEliminarNo me gusta desearte "Feliz Navidad" cuando estás tan lejos y sin saber cuando voy a verte, así que sé feliz dragoncita, me alegra saber que disfrutas de pequeños bálsamos como estos cuando la gran ciudad te hace daño.
Un beso,
N.