25 de noviembre de 2014

Alamá

Está claro que las grandes historias siempre se escriben después de un gran fracaso. O después de un gran tropiezo, un gran abismo, una gran tristeza. Mi cabeza es peligrosa y me hizo entrar en un vórtice que solo alimentaba mi soledad, mis miedos, mis fantasmas dentro y alrededor de la cabeza. Y así era imposible ver la luz, por muy fuerte que me estuviera cegando. Me he visto sola y rodeada de oscuridad, en un lugar que no conozco con una lengua que no es la mía, en un sitio donde ir a hacer la compra es sangrar por los oídos por cada penique que tienes que sacar del bolsillo. En un sitio donde rara vez sale el sol (aunque he de decir que lo he visto varias veces), y donde me vine con gente a la que no estoy segura de conocer. Un lugar en el que a la hora de la merienda ya es noche cerrada. 
Y sola, extremadamente sola. Sin ningún hombro viejo sobre el que reponerme, apoyarme para recuperar el aliento. Por una vez, el dragón ha tenido que lamerse las heridas solo. Y tanta soledad casi termina por volverlo loco. 

He estado muy cerca de rendirme. De verdad me he visto a mí misma haciendo las maletas y volviendo a casa, porque en este país de locos ni siquiera en la universidad me dejaban entrar. Me he sentido tan sola como hacía años no recordaba. Solo soy capaz de evocar un momento similar, pero no tuvo demasiado que ver porque tenía catorce años y vivía con mis padres. Los tenía cerca, los tuve cerca. Ahora no. Ahora, como les dije yo a mis niños este verano, "el lobo grande caza solo". Y madre mía. Dónde iba yo, con la cabeza llena de pájaros y una vaga idea de lo que sería cruzar el mar para afincarse en una isla. Dónde iba.

Sin embargo, ha venido a rescatarme el amor. Lo que al principio casi acaba matándome se ha transformado en la energía necesaria para remontar el vuelo, darle una patada a la mierda que tenía alrededor y a abrir las cortinas, las ventanas. Respirar. Abrir los brazos al viento y respirar. 
Mi familia, mis amigos, mi pareja. Estos días pasados me he sentido querida, respaldada, fuerte. He llorado un río más de tres veces, y me he abrazado a mi hermano porque era mi último respiradero, el último hueco por donde el oxígeno podía entrar en mis pulmones. 
He estado tan cerca de rendirme.
Pero no esta vez. El sur ha venido a darme fuerzas. Los olivos me han hecho arañazos en las palmas y casi me matan unos tacones que no estoy segura de volver a ponerme. Pero toda mi familia, toda mi gente del sur, todo ese amor me decía lo mismo: no te rindas. Nunca, jamás. Todos sabíamos que iba a ser complicado, porque nada ha salido según el plan. Pero eso no importa. No importará mientras me levante cada día con una sonrisa y la energía necesaria. Dará lo mismo que pueda estar sola si recuerdo cuánto amor, cuantísimo amor tengo en mi cuerpo, cuánta gente hermosa que me ama, que me quiere incondicionalmente. 

Vendrán más lágrimas y me cagaré en la puta muchas veces, aunque nunca volveré a darle un puñetazo a la pared. La pared siempre gana. Sé que voy a volver a llorar, pero esta vez seré consciente de cada lágrima. Y cada día que pase será uno que me lleve más cerca, a la cima, a tocar la cumbre del Alborz y a verte la cara a ti, reina, emperatriz, diosa de los cielos. 

Yo quiero, yo puedo, yo voy. 
Gracias. A todos. Por todo.
El amor será el que me empuje, y la pasión por un sueño será la que me guíe. 



Nada me detendrá, nada me hará volver la vista atrás.
Bajo rayos de sol, bajo tormentas, no me detendré. 

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