Al-Ahmar
respiró con pesadez e hizo una mueca de dolor. Avani apartó la vista de aquel
extraño océano y metió los dedos por debajo del vendaje. Presionó con cuidado y
tuvo un escalofrío al sentir el tacto de la sangre caliente en las yemas.
Aunque llevaba mucho tiempo tiritando, aquella sensación fue más bien de
alivio. Suspiró y se secó la frente con la manga.
—Alhamdulillah
—la muchacha le lanzó un interrogante con la mirada. El filósofo ajustó el
vendaje del sultán—. El golpe ha sido en el costado derecho, así que su bazo
está a salvo. Si las costillas hubiesen perforado por dentro, probablemente
este verraco ya estaría muerto —esbozó una sonrisa, y entre los dientes pareció
escapársele el aliento—. Se pondrá bien.
—Pero no puede respirar… —repuso ella.
Al-Ahmar lo confirmó con una tos pesada. La chica se
mordió el labio con fuerza; parecía que se estaba ahogando. Avani siguió con
las pupilas sobre el pecho del nasrí,
que subía y bajaba con rapidez.
—Duele mucho —murmuró.
Los sorprendió un trueno, que los puso en alerta.
Temieron que la bestia, aquel pájaro descomunal de la tormenta, volviese a
aparecer. Sus ojos escudriñaron el cielo, pero no vieron más que las nubes
nubladas. De repente, dos de los tres polluelos alzaron el vuelo. Se pusieron a
dar vueltas sobre la superficie de agua, que picada se levantaba en iracundas
olas. La oscuridad de su superficie le dio a la chica mucho, mucho miedo. No
importaba que estuviese cubierta de estrellas brillantes. Aquel negror
inspiraba tanto terror como el ave monstruosa de antes.
Apartó los ojos y acarició los mechones de pelo mojado
que al-Ahmar tenía sobre la frente.
Entonces, como una exhalación, el príncipe albino pasó
por su lado. Avani se dio cuenta de que había dejado su aljaba y su arco en el
suelo. Sin que les diera tiempo a preguntar ni a entender nada, Zal corrió hasta el borde
de la roca sobre la que estaban, agarrado a las plumas del cuello del tercer
pajarillo. Al llegar allí, dieron un salto y cayeron al agua de cabeza.
Avani se puso de pie de un salto y ella no pudo porque
la cabeza de al-Ahmar seguía en su regazo.
—¡Pero qué demonios…! —gritó el filósofo.
—¡Zal! —chilló
ella, y luego se dio cuenta de que había sido totalmente estúpido llamarlo. Un
acto reflejo estúpido.
Avani fue hasta el borde, en otro impulso poco
coherente, y miró el agua negra que se había tragado al animal y al muchacho.
Era imposible ver nada. Agudizó la vista todo lo que pudo, sin éxito. El
príncipe albino había desaparecido en aquel mar. El trino de sus hermanos hizo
que el filósofo levantase los ojos al cielo. Los polluelos sobrevolaban el
agua, en apariencia bastante tranquilos.
Él giró sobre sus talones y empezó a pasearse sin
entender nada.
—Pero… ¿pero qué demonios…? ¿Me quieres decir tú qué
se le ha perdido ahí abajo? —voceó, señalando a sus espaldas con el brazo —. Y…
¿y ahora nosotros qué vamos a hacer?
La chica simplemente negó con la cabeza; no lo sabía.
Avani se pasó las manos por el pelo en un gesto de su desesperación. Siguió
paseándose, inquieto, sin tener absolutamente ninguna idea. Pero dentro de la
cabeza de ella se encendía una tímida lucecilla. Algo que le decía que la
acción del albino tenía sentido. Sintió que se estaba olvidando de algo. ¿Pero
de qué?
Zal buceó hasta el tenebroso corazón del océano cósmico, impulsado por el
polluelo. Él era incapaz de ver nada, pero sabía que su hermano lo guiaba bien.
Sintió la presión en los oídos y su cuerpo le lanzó el primer aviso de que se
quedaba sin aire, pero no le importó demasiado. Al fin y al cabo, él no era un
ser humano normal. Cuando se acercó a la tierra del fondo, su cabello
desprendió una pálida luz blanca. Se iluminó, al mismo tiempo que miles de
estrellas a su alrededor.
El suelo estaba cubierto de plantas alargadas,
que bailaban al compás de la corriente marina. Parecían azules en aquella media
oscuridad. El muchacho parpadeó un par de veces y sus dedos buscaron el
cuchillo que se había colgado del cinturón. Le dio un suave tirón a su hermano,
para indicarle que debían descender un poco más.
Su piel rozó la rugosa superficie de una de las
plantas. Un par de burbujas se le escaparon de los labios cuando los separó
para sujetar la hoja del puñal. Agarró una de las hojas y se soltó del polluelo
para poder cortarla. Las estrellas del fondo titilaron, se revolvieron. El
pájaro se agitó. Zal sintió el segundo aviso. La presión empezaba a taladrarle la
cabeza. Era hijo de Simurgh, pero en aquel mar aquello no era garantía de nada.
Rápidamente cortó una segunda hoja y se separó
del fondo de un salto. El polluelo lo empujó con la cabeza. Cuando él le rodeó
el cuello con los brazos, el animal agitó las alas, para salir a la superficie
lo más rápido posible.
Los pájaros que sobrevolaban el mar se lanzaron
en picado al agua. Atravesaron su superficie como flechas brillantes.
Al-Ahmar soltó un gruñido. Avani detuvo su
histérico paseo para colocarse a su lado. Le echó un rápido vistazos y dijo:
—No podemos quedarnos más tiempo aquí. Muhammad
necesita calor. Y tú y yo vamos a terminar muriéndonos de frío también —con
cuidado le cogió los tobillos al sultán y le hizo un gesto con la cabeza a la
chica—. Venga, ayúdame a moverlo.
Entonces las manos blancas de Zal aparecieron en el
borde de la roca. El filósofo y la chica soltaron un grito del susto. Un
empapado albino trepó por la piedra y se incorporó, chorreando. A su lado, sus
hermanos se agitaron para sacudirse la lluvia de las plumas.
Zal se dejó caer con pesadez al lado de al-Ahmar. Se puso el puñal en
la boca y con las manos amasó unas hojas alargadas y oscuras. El agua que
chorreaba de su cuerpo ayudó. Siguió hasta tener una cataplasma que se colocó
sobre la palma derecha. Con la izquierda tomó el cuchillo y tosió; fue entonces
cuando Avani y la muchacha se dieron cuenta de que le costaba un poco respirar.
Inconscientemente echaron un vistazo al agua de la que acababa de salir.
Ella lo miró. Todo su cuerpo blanco estaba
empapado. Su larguísimo pelo blanco se le pegaba a la cara, el cuello, los
hombros y la espalda. Las gotas y su brillo cubrían su piel pálida de una
película que lo hacía parecer irreal, imposible, como una aparición. Sus
músculos estaban tensos, resollaba como un animal. Se percató de que había
estado a punto de ahogarse.
Zal habló entre toses.
—Necesito… —se interrumpió y se curvó un poco hacia
delante—. Necesito sangre —Avani se miró instintivamente las palmas de las
manos e hizo ademán de ofrecérselas. El muchacho, sin dejar de toser, negó con
la cabeza —. No. Tiene… tiene que ser la mía.
Sin pestañear, apoyó la cuhilla sobre su mano derecha
y se cortó la palma. Ella contuvo el aliento, sobresaltada. La sangre oscura se
mezcló con las hojas machacadas, formando un ungüento espeso. Zal levantó el vendaje que
Avani había hecho sobre el pecho de al-Ahmar y le aplicó aquella mezcla. Al
tocarlo, el nasrí se revolvió. Entre la muchacha y el filósofo lo sujetaron
como pudieron.
El albino sostuvo un momento la tela levantada.
Se llevó la mano al pelo y soltó las dos plumas que llevaba. Con un cariño y
cuidado que dejó a la chica sin palabras, las pasó sobre el perfil de las
costillas rotas de al-Ahmar, que al momento cayó en un apacible sueño. Zal colocó el vendaje en su lugar y
dejó caer los brazos.
En un acto reflejo, ella alargó la mano hacia él. El
albino volvió a tensarse y se encogió como un animal asustado. Fue la segunda
vez que se miraron directamente. Y en aquellos ojos grises, además de miedo, la
muchacha descubrió una infinita curiosidad.
Avani contempló al sultán dormido y meneó la cabeza.
—Increíble… —se volvió hacia el albino, que se
limpiaba la herida—. ¿Qué… qué has…? ¿Qué era eso?
Zal colocó las plumas de Simurgh de nuevo en su cabello y miró al
filósofo. Señaló el agua embravecida y respondió:
—Haoma. Crece
en el fondo.
El filósofo se llevó las manos a la cabeza.
—No puede ser —se le escapó.
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